En estos días, me encuentro en el proceso de traducir del italiano al español el texto del colega y querido amigo, Andrea Landie, profesora en la Universidad de Derecho de Pisa. Andrea se ha dedicado a la investigación sobre el acceso legal y la estética de la imagen santa, abarcando desde la Edad Media hasta la era moderna. Sin la intención de difundir los hallazgos de esta fascinante investigación que se relaciona con el volumen Estética y derecho, el cual publicaremos en los próximos meses, puedo anticipar que el dilema de representar ciertos tipos de imágenes, especialmente las de santos, así como su localización, fue uno de los focos de atención de numerosos policías y papas durante el transcurso del siglo.

Por poner un ejemplo, en el ámbito visual, Gregorio Magno en su época, escribió sobre la necesidad de que las imágenes se apoyaran en la diócesis, argumentando que no eran de utilidad para la formación de los creyentes, dado que su función era comparable a la de los libros para las personas educadas. Posteriormente, los abogados del Canon afirmaron que, en cualquier caso, las imágenes sagradas podían ser el tema de debate en la semana, pero no debían ser objeto de adoración, ya que esta debería reservarse únicamente para Dios. El Concilio de Trento, que siguió a los cambios provocados por la Reforma, logró confirmar las opiniones correctas en torno a la representación de imágenes en el mundo. En la redacción de la normativa que surgió después de estos acontecimientos, Bernini pudo crear su glorioso Éxtasis de Santa Teresa, que se presenta como un ejemplo magistral del arte religioso que puede inquietar a la sociedad de su tiempo.

No obstante, esta preocupación por la imagen no se limitaba solo a los sacerdotes; también involucraba a todas las personas que producían o podían adquirir imágenes, incluso fuera del ámbito religioso. En este contexto, la representación se multiplicó entre las clases burguesas, que no solo incluían a papas o aristócratas. Estas personas deseaban invertir parte de su fortuna en la creación de imágenes de santos o retratos de sus seres queridos. En este mismo sentido, las convenciones iconográficas que regulaban la representación de estos objetos de arte también eran significativas. Un ejemplo de ello es el Matrimonio de Arnolfini de Jan Van Eyck, una obra maestra que ha continuado desafiando a los historiadores en su intento por descifrar los secretos simbólicos y pictóricos presentes en ella.

Matrimonio de Arnolfini,

Por supuesto, la posición donde estas imágenes debían ser exhibidas tras su adquisición era de suma importancia. Por ejemplo, un lugar adecuado para colgar la Dama de Armitt podría haber sido el salón principal de una casa, donde los invitados pudieran admirar la pieza. Nadie habría considerado colgar una obra similar en el baño, y ciertamente sería complicado encontrar un artista que aceptara una comisión de tal naturaleza. ¿Te imaginas a la Mona Lisa, por ejemplo, cortando zanahorias, o a un autorretrato de Rembrandt mientras se prepara un baño?

Este enfoque hacia las imágenes, claro está, trajo consigo varios contratiempos. Caravaggio tuvo que enfrentar las consecuencias de utilizar una prostituta como modelo para sus obras, enfrentándose a numerosos escándalos en un contexto donde su arte buscaba confrontar y atraer la mirada de su tiempo. Trataré de incluir varios ejemplos específicos que reflejen esta tensión entre la imagen y su capacidad de causar controversia.

Un artista contemporáneo que ha alcanzado la fama mundial es, sin duda, Banksy, conocido principalmente por sus obras de graffiti que adornan diversos espacios públicos en todo el mundo. Es fascinante observar cómo esta forma de expresión artística en realidad encarna una lógica nihilista semejante a la que postuló Nietzsche hace más de un siglo. La premisa de que no podemos aferrarnos a valores eternos, ya que todos los significados son transitorios, encaja con la noción de que el arte no es duradero: es un esfuerzo vano que, en última instancia, se desvanecerá sin dejar rastro.

De hecho, el graffiti, similar a la pintura o los dibujos en paredes públicas, se encuentra en un estado de precariedad constante, ya que será eliminado tan pronto como se requieran permisos administrativos para dicho espacio, en un contexto en el que la planificación urbana rara vez contempla su permanencia. Esto implica que el artista es consciente de que su obra tendrá una vida muy limitada, siendo la esencia de su acto efímera. Cuando el graffiti pasa de las calles a los museos, como el trabajo de Banksy que se salva, pierde prácticamente todas las razones de su concepción original y su contexto.

Estas reflexiones me llevan a confirmar que la consideración que tenemos de las imágenes se encuentra fuertemente influenciada por la lógica consumista que ha sido impuesta por el mercado, donde los consumidores buscan adquirir cada vez más objetos, conscientes de que rápidamente serán obsoletos. Las obras se compran o producen con la certeza de perder su valor en pocos días, siendo reemplazadas por las novedades que aparecen constantemente. Resulta interesante recordar las miles de copias de Beso de Klimt que decoraron los hogares europeos hace unos años y cuestionar cuántas de estas todavía permanecen en exhibición hoy en día.


Si el caso de Banksy puede ser considerado una respuesta virtuosa al contexto consumista que describe, no se puede afirmar lo mismo acerca de otro fenómeno que quiero abordar. En particular, me refiero a las millones de imágenes personales con filtros modificados que inundan nuestras redes sociales. Un ejemplo reciente, que surgió en un día reciente justo antes de escribir este análisis, se relaciona con el renombrado estudio Ghibli, considerado por muchos expertos y amateurs como uno de los más destacados en el ámbito de la animación mundial. La reciente aparición de un modelo de inteligencia artificial que transforma fotos en un estilo característico de ese estudio ha llevado a muchos usuarios a inundar las redes sociales con imágenes modificadas, intentando replicar la estética de obras como Laputa: Castillo en el cielo, o los personajes de El Viaje de Chihiro.

Dejando de lado tanto la enorme cantidad de electricidad necesaria para crear cada imagen, que se estima entre medio kilovatio y un kilovatio por proceso, como la falta de información sobre el uso y almacenamiento de datos biométricos enviados a la empresa responsable, es notable cómo este fenómeno ilustra la relación contemporánea con las imágenes, manteniendo características consumistas y nihilistas. Así, el destino de muchas de estas fotos se torna sombrío, ya que rápidamente caen en el olvido, al igual que otras fotografías icónicas de la historia como las de Gerda Taro y Robert Capa, que desaparecen en la bruma del tiempo.

Este aspecto del olvido me lleva a resaltar una de las grandes diferencias entre la relación que se tenía con las imágenes en épocas pasadas y la situación actual, tal como describe mi querido amigo Andrea. Mientras que en el pasado existía un temor sobre cómo las imágenes podrían influir negativamente en su audiencia, en la actualidad, la mayoría de las personas parecen sobrepasadas por una ausencia de emociones, no sintiendo su impacto en sus vidas.

Estoy convencido de que, al igual que yo, muchos recordarán su primera vez apreciando una obra maestra, como Comedoras de Papa en el Museo Van Gogh de Amsterdam. No obstante, también estoy seguro de que cuando se publique este artículo, la mayoría de las personas habrán olvidado esas imágenes modificadas del filtro del estudio Ghibli que ahora les entretienen.

Publicar la luz incorrecta de la imagen apareció primero desde arriba.

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