Veinte días antes de los comicios, Milei presentó su libro La construcción del milagro: el caso argentino en un estadio repleto. No fue un acto de campaña, sino una ceremonia en busca de recuperar la mística y legitimación de sus bases. Bajo luces estridentes, guitarras y consignas religiosas, el presidente cantó 9 covers. “La banda presidencial” estaba conformada por el mismo Milei cantando y dos ilustres herederos del pensamiento liberal argentino, Bertie y Joaquín Benegas Lynch (diputado y senador electo, respectivamente). El bombo de la batería lucía el rostro del economista austríaco Ludwig Von Mises. En el universo mileísta, la fe de mercado es la guía política y la disciplina fiscal una virtud moral. El “milagro argentino” es, en realidad, un dispositivo de poder: una narrativa de salvación que traduce la lógica del sacrificio económico en mandato colectivo. El mandato de un esfuerzo que dará lugar a la redención, bajo la vigilia y el cuidado de las fuerzas del cielo. Estos shows y “la batalla cultural” son parte central de la estrategia.
Pero el gobierno argentino y esta espectacularización de la política no es un fenómeno aislado. Su programa económico expresa un consenso que, con fuerza renovada tras la pandemia, volvió a instalarse en el mundo: la austeridad como sinónimo de estabilidad. Durante la crisis de salud que disparó el COVID-19, el aumento del gasto público fue inevitable. Pero la expansión fiscal que salvó vidas (y empresas) estrechó después los márgenes de maniobra: los gobiernos salieron de la pandemia más endeudados, con menos espacio para políticas distributivas y bajo presión de los mercados. La recuperación global fue asimétrica. El consumo contenido primero y desbordado después, combinado con una masa inédita de liquidez financiera, produjo un ciclo inflacionario internacional que golpeó con más fuerza a los países con menor soberanía monetaria. La pobreza extrema volvió a crecer, la riqueza extrema se concentró aún más, y ningún proyecto político logró ofrecer una reparación efectiva tras años de sufrimiento e incertidumbre.
En el plano político, el péndulo se volvió errático: derechas más radicalizadas e insensibles, izquierdas más tradicionales y defensivas, liderazgos fuertes y programas débiles. En América Latina, la mayor parte de las elecciones desde 2020 alteraron el signo del oficialismo, acortando los ciclos. En el plano económico, la falta de soluciones tangibles frente a una desigualdad cada vez más estructural, y la pérdida de horizontes de movilidad o progreso, derivaron en lo que muchos ya describen como una frustración democrática global y una oleada de pesimismo político.
Lo distintivo de Milei es la escala del experimento y su valor demostrativo para los organismos internacionales. En las Annual Meetings, la Presidenta del Fondo Monetario Internacional (FMI) Kristalina Georgieva, elogió públicamente los resultados del ajuste y pidió “acompañar al gobierno argentino en su difícil pero necesario camino”.[1] En el mismo evento, pero la edición de Primavera, había lucido en su blazer un pin con forma de motosierra[2] , obsequio de Federico Sturzenegger, ministro de Desregulación —una figura creada ad hoc, comparable al cargo que Elon Musk ocupó fugazmente en el gabinete de Trump (en el DOGE). En pocas palabras, la Argentina se transformó en el ejemplo que el FMI necesitaba para probar que su vieja doctrina aún respira: austeridad, disciplina fiscal y apertura irrestricta al capital financiero.
La relación entre economía y geopolítica ya no se disimula. El beneplácito del FMI también está respaldado por Donald Trump, que vio en Milei una oportunidad para expandir su influencia en América Latina y desplazar a China del tablero regional. Lo hizo con un gesto que combinó capricho e intervención directa: su secretario del Tesoro, Scott Bessent, se convirtió en actor operativo de la política monetaria argentina. Desde septiembre de 2025, el Tesoro norteamericano ejecuta swaps de divisas, interviene en el mercado cambiario y coordina decisiones con el Banco Central de la República Argentina (BCRA). Cada movimiento se anuncia primero en la red de Musk, X, donde el propio Bessent —“tío Scotty”, como lo llaman entre analistas locales— se encarga de difundir las medidas antes que los comunicados oficiales. No hay precedentes de una injerencia semejante en la política económica de un país soberano. Algunos sostienen que esta intervención obedece tanto a las motivaciones geopolíticas como a un salvataje financiero encubierto de bonistas cercanos al propio Bessent.[3] Sea como fuere, el resultado es el mismo: una economía tutelada desde el extranjero.
La motosierra y el milagro, símbolos de campaña y de gestión, se convirtieron así en metáforas de un orden global.[4] Uno promete destruir el Estado; el otro, redimirlo mediante la fe del mercado. En ese equilibrio precario entre devastación y esperanza se consolida un nuevo modelo de dominación: una dependencia que impone con swaps, algoritmos y dogmas financieros. Una gobernanza en la que los tecno ricos que concentran cada vez más riqueza están en la primera fila de los negocios de los Estados. [5]
Pero detrás de las ecuaciones y curvas de bonos que se resuelven en Wall Street hay algo más profundo: la economía es una manera de imaginar cómo una sociedad se organiza para producir y reproducir la vida. Desde La riqueza de las naciones de Adam Smith hasta la lucha de clases de Karl Marx, los grandes debates económicos fueron siempre discusiones sobre quién produce, quién trabaja, quién se enriquece, quién queda afuera, y qué entendemos por bienestar colectivo. Producción, distribución, intercambio y consumo: esas categorías básicas siguen siendo el esqueleto de todo sistema. Y es la política —no el mercado— la que decide cuál de ellas prevalece. Pero como advierte Nancy Fraser (2022), el capitalismo contemporáneo atraviesa una “crisis general de reproducción” porque devora las condiciones que lo hacen posible: el trabajo, la naturaleza, el cuidado. La acumulación se sostiene hoy sobre el agotamiento de esos pilares. Lo que antes era un ciclo —producir, distribuir, consumir, regenerar— se ha vuelto una espiral descendente. En el mismo sentido, Yanis Varoufakis (2023) sostiene que el capitalismo ha mutado en algo más extremo: un “tecno-feudalismo” donde el valor ya no surge de la producción, sino del control de las plataformas y los flujos digitales. No se intercambian bienes, se capturan datos; no se organiza trabajo, se gestiona atención. La economía global ya no coordina la vida: la coloniza.
Visto desde el Sur, estos procesos adquieren una nitidez brutal. El ajuste argentino no es solo un episodio fiscal: es una teoría moral en acción. Determina quién debe sacrificarse, qué se considera un gasto legítimo y qué vidas son prescindibles en nombre del “equilibrio”. ¿Cuál es el lugar de las personas en estos modelos? ¿Cómo “la macro” se conecta con la vida cotidiana? La pregunta, en última instancia, es quiénes —somos— los sujetos de la economía: ¿individuos atomizados que compiten entre sí, clases sociales en conflicto, grupos de interés, o ciudadanos que todavía creen en la posibilidad de un bien común? O simplemente grupos que van siendo descartados. Cada política económica encarna una filosofía (muy concreta): sobre qué entendemos por libertad, por justicia y por valor.
Y, sin embargo, aun cuando en la Argentina la coyuntura es una vorágine incesante de crisis y sobresaltos, lo que ocurre aquí tiene resonancias que exceden la geografía. En esta trama global de austeridad, tecnología y control financiero se juega mucho más que el destino de un país: se delinean los contornos de una época. Comprenderla —leerla en clave estructural y no solo como emergencia— quizá sea la única forma de recuperar las herramientas para pensar no solo qué le pasa a la Argentina, sino qué nos pasa a nosotros en este tiempo histórico que parece haberse quedado sin lenguaje para describirse y solo retoma debates anacrónicos y limitados.
El primer milagro de Milei: Fe monetaria y economía del sacrificio
En la historia argentina, la inflación es más que un dato: es un trauma. La hiperinflación de 1989 no solo destruyó los precios: desarmó la vida cotidiana. Los salarios se licuaban entre la mañana y la tarde, los comercios remarcaban dos o tres veces al día y las familias corrían al supermercado en cuanto cobraban, antes de que los sueldos perdieran valor. En pocos meses, la moneda dejó de cumplir su función más básica —servir como medida de confianza— y el Estado perdió el control de la economía y de la calle. Las imágenes de billetes apilados para comprar pan o de jubilados haciendo colas interminables siguen grabadas en la memoria colectiva como una advertencia: la inflación, en la Argentina, es una experiencia existencial.
La Convertibilidad prometió poner fin a ese caos fijando un peso igual a un dólar. Por un tiempo, pareció funcionar: los precios se estabilizaron, los créditos volvieron, el consumo creció. Pero el precio fue altísimo: la economía se endeudó, la industria se desmanteló y la ilusión de estabilidad terminó en el colapso de 2001. Entonces llegó otro punto de quiebre: el “corralito”, cuando el gobierno, sin reservas, congeló los depósitos bancarios y confiscó los ahorros de millones de personas. Durante semanas, los bancos cerraron y el país entero golpeó cacerolas en las calles exigiendo su dinero. El resultado fue el derrumbe institucional más profundo desde el retorno de la democracia: cinco presidentes en dos semanas y una generación marcada por la sensación de que el Estado puede colapsar en cualquier momento. Y que el sacrificio de toda una vida puede quedar encerrado en un banco.
Desde entonces, cada promesa de “orden macroeconómico” se escucha en Argentina con una mezcla de esperanza y terror. La inflación no es un indicador, es un recordatorio: una memoria social de pérdida que vuelve imposible separar la economía de la política y la política de la vida. Milei construyó su liderazgo sobre ese miedo. Su diagnóstico —que el déficit fiscal es la raíz de todos los males— permitió reinstalar la agenda más ortodoxa del monetarismo: bajar la inflación a cualquier costo. “El problema no es la pobreza, sino el déficit”, repitió en cada discurso. A partir de esa premisa, el gobierno aplicó una contracción fiscal sin precedentes desde que asumió. Y promete continuar ese camino: el presupuesto 2026, presentado con orgullo como “el más chico de los últimos 30 años”,[6] reduce gasto social, salarios y transferencias a las provincias. La retórica oficial lo celebró como virtud moral: el equilibrio fiscal se volvió sinónimo de pureza.
La política económica del gobierno combinó tres anclas: recesión, salarios deprimidos y dólar fijo. La inflación mensual, que había superado el 25 por ciento a fines de 2023 (producto de la fuerte devaluación que realizó el Ministro de Economía Luis Caputo al día siguiente de asumir), cayó drásticamente en 2025. Pero el precio de esa “victoria” fue la destrucción del poder adquisitivo del ingreso y la parálisis productiva. En términos sociales, fue una transferencia de recursos desde el trabajo hacia la renta financiera.
El tipo de cambio, sostenido artificialmente, generó una ilusión de estabilidad y un incentivo inmediato a la especulación. Con tasas de interés reales positivas, los fondos extranjeros regresaron al país para aprovechar el carry trade: ganancias rápidas en pesos que luego se dolarizan. Con sendos informes de bancos que asesoran con precisión milimétrica cuándo entrar y cuándo dejar la inversión. Mientras tanto, las reservas del Banco Central se vaciaban aún cuando el gobierno incentivaba blanqueo de activos, adelanto de dólares de cosecha, o recibía préstamos. El país volvió a vivir una paradoja conocida: estabilidad para los mercados, inestabilidad para la vida cotidiana.
Paul Krugman lo sintetizó con precisión: “Milei ha reducido la inflación manteniendo el peso sobrevaluado. Es una estrategia que ha fracasado siempre: al principio genera euforia, después desempleo y, finalmente, fuga de capitales[7] ”. El FMI, sin embargo, presentó la experiencia argentina como un caso exitoso de disciplina monetaria. La inflación bajó, pero el costo lo pagaron los salarios y las jubilaciones. El Estado proclamó superávit no porque produjera más, sino porque dejó de cumplir sus obligaciones. Es decir, no se resolvió el problema del déficit sino que fue trasladado a las familias.
La fe monetaria reemplazó a la política económica. La idea de que el orden surge del castigo se impuso como verdad técnica. Esa lógica —la de la expiación— permite que el dolor se interprete como señal de progreso, la recesión como precio de la estabilidad. En el laboratorio argentino, la política económica no busca prosperidad sino obediencia. Y los resultados son los que el mercado dicta: si sonríen en los paneles verdes es que está bien.
El laboratorio del FMI y el Tesoro norteamericano
El “milagro” argentino tiene dos arquitectos externos: el FMI y el Tesoro de los Estados Unidos. Ambos encontraron en Milei un alumno ejemplar, dispuesto a aplicar sin matices el manual del ajuste que otros gobiernos habían intentado moderar.
En abril de 2025, el FMI aprobó un nuevo crédito para la Argentina muy por encima de la cuota que le corresponde en el organismo. Ya el préstamo a Mauricio Macri en 2018 había alcanzado un récord histórico —equivalente al 1.001% de la cuota—[8] ; el nuevo acuerdo, negociado por Luis Caputo, lo elevó al 1.500%, consolidando a la Argentina como el país más endeudado con la institución.[9] En la jerga del Fondo, se trata de un acceso excepcional: préstamos que exceden ampliamente los límites permitidos por reglamento. Para habilitarlos, el FMI exige cuatro condiciones básicas: deuda sostenible, capacidad de repago, bajo riesgo de contagio y ausencia de motivaciones políticas. Ninguna de ellas se cumple hoy en la Argentina. Y, sin embargo, el crédito fue aprobado.
Oficialmente, se lo presentó como “un acompañamiento a un proceso de estabilización exitoso”. En la práctica, fue una decisión política. Varios directores del organismo advirtieron que el préstamo carecía de sustento técnico y que el programa argentino —sin crecimiento, con reservas negativas y sin presupuesto aprobado— violaba los propios criterios de acceso excepcional del Fondo. El proyecto real fue otro: convertir a la Argentina en la vitrina de una “nueva austeridad”.
En octubre, durante la campaña y en medio de una corrida, el secretario del Tesoro norteamericano, Scott Bessent, anunció un swap de monedas y la intervención directa de Estados Unidos en el mercado cambiario argentino[10] . Lo presentó como un gesto de “apoyo” a Milei, pero fue mucho más que eso: Washington hizo política monetaria en Buenos Aires: compró pesos, incidió en la tasa de interés y en el tipo de cambio. Y lo hizo previo a las elecciones con grandes anuncios. A pesar de eso, no hay informes oficiales ni condiciones publicadas sobre ese respaldo, que además viola la ley argentina de endeudamiento, según la cual todo acuerdo debe pasar por el Congreso.
Todo esto ocurrió mientras Donald Trump reorganizaba el tablero financiero global. En su disputa con Jerome Powell por el control de la Reserva Federal (Fed), colocó a Daniel Katz —ex jefe de gabinete de Bessent— como subdirector gerente del FMI, reemplazando a Gita Gopinath. Con esa jugada, el FMI quedó alineado con la agenda del Tesoro.
Esa alianza —Milei, el FMI y el Tesoro— transformó a la Argentina en el showroom de un neoliberalismo reciclado: un modelo que promete estabilidad mientras convierte la soberanía en variable de ajuste. Hoy las decisiones sobre inflación, crédito o tipo de cambio se toman más en Washington que en Buenos Aires. La política económica se volvió tercerización de la política; la soberanía, una delegación administrativa.
Todo esto tuvo efecto en el resultado de las elecciones. Trump fue taxativo, dijo que si Milei perdía él no acompañaría ni sería generoso con la Argentina. Además, justificó su apoyo diciendo: “Argentina está luchando por su vida. Ellos no tienen nada, están sufriendo”[11] .
En diciembre, cuando asuman los diputados y senadores electos el escenario interno se habrá reconfigurado. Milei amplió su representación en el Congreso y obtuvo el poder suficiente para condicionar la agenda parlamentaria. La oposición no desapareció, pero su capacidad de imponer límites quedó debilitada. Ese nuevo equilibrio coincide con la nueva fase del acuerdo con el FMI: es hora de las reformas previsional, laboral y tributaria. En los trascendidos se dice que la edad jubilatoria subiría a 70 años; se aumentaría la jornada laboral; y se reduciría el Impuesto al Valor Agregado (IVA) nacional de manera de trasladar a las provincias la recaudación de este impuesto, algo que tendría un impacto negativo muy fuerte sobre todo para las más pequeñas y las más pobres (es decir, sería más regresividad para el sistema).
Ya no se trata de reformas técnicas sino de una refundación política: transformar el ajuste coyuntural en estructura permanente. Si la motosierra destruyó el gasto, el Congreso será ahora quien destruya los derechos. Lo que antes se impuso como emergencia, ahora se busca consolidar como ley. Y, como siempre, las víctimas son las mismas: jubilados, trabajadores, mujeres, jóvenes, personas con discapacidad.
Pero esas mismas víctimas siguen siendo el núcleo de la resistencia. Las universidades que marchan, los sindicatos que se reagrupan, las familias que enfrentan el veto a la discapacidad muestran que la sociedad no está rendida. Frente a un gobierno que gobierna con veto y un FMI que supervisa la economía nacional desde Washington, son esos cuerpos los que siguen recordando que no hay equilibrio posible sobre el despojo.
Los cuerpos del ajuste – Las víctimas del modelo
Más que una herramienta económica, el ajuste es una tecnología de poder. Funciona distribuyendo pérdidas: decide quiénes serán los que paguen la estabilidad. Su lógica se mide menos en variables macroeconómicas que en cuerpos concretos —los que pierden trabajo, subsidios, educación, salud o futuro—. En la Argentina de Milei, la motosierra no es una metáfora: es un método de gobierno que reconfigura la relación entre Estado y sociedad a través del miedo y la escasez.
Desde 2024, el gasto público cayó a niveles inéditos. Los ministerios redujeron su personal en más de 50.000 trabajadores; los programas sociales fueron recortados o directamente eliminados. Las transferencias a las provincias se congelaron y la obra pública (rutas, puentes, hospitales, escuelas, entre otros) se detuvo por completo. En apenas un año, el Estado dejó de ser empleador, proveedor y garante de derechos para convertirse en auditor de la miseria que él mismo genera.
La contracción afectó de forma desigual. Los jubilados fueron los primeros en pagar el precio: las moratorias se suspendieron, los haberes mínimos (ya de por sí bajos) se licuaron y el gasto previsional se transformó en la principal variable de ajuste. Según datos del propio Ministerio de Economía (2025), el gasto en jubilaciones cayó más de 30% en términos reales. Detrás de esa cifra hay una realidad invisible para los modelos macro: miles de personas que hoy deben elegir entre comer o comprar medicamentos, algo que por supuesto deteriora la calidad de vida.
Las mujeres y los jóvenes fueron los siguientes en la lista. Con la caída del consumo y el cierre de pymes, los empleos más frágiles —comercios, servicios, cuidados, economía popular— desaparecieron o se precarizaron. En la Argentina actual, la pobreza tiene rostro de mujer y la precariedad laboral florece en la juventud.
El trabajo en casas particulares, uno de los principales destinos laborales para las mujeres, fue uno de los sectores más afectados. Con la pérdida del poder adquisitivo de las clases medias, muchas trabajadoras vieron reducidas sus horas o directamente perdieron el empleo. En muchos hogares, ese ingreso —ya de por sí bajo— era el único.
A esto se suma el retroceso de las políticas de cuidado y el desfinanciamiento de los espacios comunitarios: comedores, merenderos populares. Lo que el Estado recorta, las mujeres lo reemplazan con su propio tiempo. La austeridad se mide en horas no pagas: las que se agregan a las jornadas de cuidado, a los turnos extendidos, a los viajes más largos porque se perdió el transporte local. En la economía del ajuste, la estabilidad fiscal descansa sobre un trabajo silencioso y no remunerado que sostiene la vida cotidiana. Cuando el Estado se retira, las mujeres ocupan su lugar. Y esa sustitución —invisible en las cuentas públicas— es el verdadero subsidio del ajuste.
Para la mayoría de los menores de treinta años, la única puerta de entrada al mercado laboral son las plataformas de reparto, transporte o servicios por aplicación. Trabajan conectados, pero sin contrato; geolocalizados, pero invisibles para las estadísticas. Su jornada la define un algoritmo, sus ingresos dependen de la demanda y su seguridad social es inexistente. En Buenos Aires, miles de jóvenes recorren la ciudad en bicicleta o en moto por salarios de apenas subsistencia.
Las personas con discapacidad fueron otro blanco del ajuste. El veto presidencial a la Ley de Emergencia en Discapacidad —aprobada por amplia mayoría en el Congreso— reveló hasta qué punto la regla fiscal se impone sobre cualquier criterio de justicia social. La respuesta pública fue contundente: familias enteras se movilizaron durante meses para reclamar prestaciones que el Estado suspendió. Cada trámite, cada demora, cada recorte fue una forma de disciplinamiento: demostrar que los derechos existen solo mientras sean fiscalmente convenientes.
Las universidades públicas enfrentaron recortes del 35% (real) en su presupuesto. La ciencia, la tecnología y la cultura quedaron subsumidas bajo la categoría de “gasto improductivo”. Becas congeladas, proyectos detenidos, investigadores emigrando. La lista de víctimas del modelo es larga pero no parece importar demasiado en los foros internacionales en donde la única economía que se presenta, se valora y se debate es la financiera. El gobierno mide el éxito en términos de inflación y riesgo país, no en puestos de trabajo (que solamente se pierden y precarizan) o en producción industrial. El PBI cae, pero el índice Merval sube. Los bonos argentinos se valorizan mientras el consumo se desploma. La brecha entre “la macro celebrada” y “la micro devastada” se ensancha cada mes.
El ajuste tiene una lógica de doble desconexión. Primero, entre las finanzas y la vida real: la estabilidad monetaria se compra con un deterioro lento, casi invisible, que se acumula día tras día. Los salarios pierden poder adquisitivo centavo a centavo; los servicios aumentan un poco más cada mes; los proyectos se aplazan; la sensación de futuro se encoge. No hay una crisis visible, sino una pérdida continua que se naturaliza como si fuera el clima.
A eso se suma otra desconexión: la de las divisas que sostienen esa aparente calma. Los dólares que ingresan no quedan en el país: se usan para pagar deuda, alimentar la bicicleta financiera o financiar importaciones de chucherías baratas que no expanden la producción local ni el empleo. La estabilidad se financia con flujos externos que se evaporan al primer cambio de humor de los mercados. Es una paz frágil, sostenida con recursos que no crean trabajo ni inversión, apenas le hacen ganar tiempo al gobierno.
La tercera desconexión es entre la deuda externa y la doméstica. Lo que el Estado ahorra frente al FMI lo trasladan los hogares a los bancos. Las familias se endeudan en cuotas para pagar servicios, alquileres o alimentos; los pequeños comercios usan tarjetas o créditos informales para sostener su actividad. La deuda externa se convierte, literalmente, en deuda privada: lo que antes eran compromisos con acreedores extranjeros hoy son compromisos con el supermercado o la billetera virtual.
En conjunto, el resultado no es estabilidad sino suspensión: un equilibrio que nunca termina de acomodarse, que depende de dólares que no se producen y de sacrificios que no se reparan. Esa dinámica revela el verdadero sentido del “milagro”: no es que la economía funcione, sino que consigue seguir funcionando mientras destruye la base social que la sostiene. Es un milagro de supervivencia, no de desarrollo; un equilibrio sostenido en la fatiga de quienes producen, cuidan y trabajan.
Pero la economía no es un tablero de indicadores: es una forma de imaginar la vida social. Cada punto de superávit, cada dólar que entra o se fuga, se traduce en horas de trabajo, en expectativas postergadas, en decisiones íntimas que los modelos nunca registran. Si algo demuestra este experimento es que un país puede alcanzar todos los objetivos macroeconómicos y, aun así, dejar de tener sentido para quienes lo habitan. El “milagro argentino” no consiste en haber domado la inflación, sino en haber logrado que la sociedad se acostumbre a vivir dentro de la austeridad como si fuera normalidad. Una economía que sobrevive vaciando su propio cuerpo social puede mostrar orden, pero no futuro.
La fuga y la resistencia
El “milagro argentino” no es otra cosa que un experimento de control: un país convertido en vitrina para probar que la austeridad todavía puede venderse como modernidad. Pero lo que en Washington se celebra como disciplina, en los barrios se vive como desamparo. La estabilidad no brota del orden, sino del miedo; el superávit no nace del crecimiento, sino de la renuncia de millones a derechos básicos.
El laboratorio Milei-FMI-Tesoro no busca prosperidad: busca obediencia. Endurece la regla fiscal mientras vacía la regla moral. Repite que el sacrificio es inevitable, que no hay alternativa, que el equilibrio fiscal vale más que la vida. Y mientras los dólares entran y salen por las tuberías de la especulación, la deuda externa se traduce en deuda doméstica: familias endeudadas con el supermercado, con la tarjeta, con el futuro. Este modelo tiene víctimas, no beneficiarios. Y esas víctimas —mujeres, jóvenes, jubilados, trabajadores— sostienen con su tiempo, su salud y su cuerpo lo que los mercados llaman “confianza”. Son los verdaderos acreedores de una economía que les debe todo y no les paga nada.
Pero el ajuste argentino también revela algo más profundo: el capitalismo global ya no necesita producir para dominar, le basta con administrar la escasez. Los nuevos señores del dinero —los tecno-ricos que orbitan entre Silicon Valley y Wall Street— no compiten por el trabajo ni por la tierra: compiten por los datos, los algoritmos y el control del deseo. Su utopía no es el desarrollo humano, sino la evasión planetaria. Mientras ellos fantasean con colonizar Marte, millones de personas apenas pueden pagar el alquiler en la Tierra.
La pregunta ya no es solo económica: es civilizatoria. Recuperar la soberanía —económica, política, ambiental, tecnológica— no es una consigna romántica, es una necesidad práctica para volver a vivir. Porque si el capitalismo se volvió un proyecto de fuga de la humanidad, la tarea de la política es volver a hacer pie: en la tierra, en el trabajo, en las vidas que valen más que cualquier tasa o algoritmo.
Lo verdaderamente irracional es sostener un modelo de desarrollo basado en el extractivismo, la precarización y el saqueo. Ese horizonte no le sirve a nadie, ni siquiera a quienes hoy lo gobiernan. Por eso también en Estados Unidos —la cuna del nuevo orden financiero— millones salen a protestar contra las políticas de Trump que recortan a los pobres y subsidian a los ricos. Porque el problema ya no es de un país, sino de un sistema que convirtió la desigualdad en política de Estado global.
¿Qué clase de mundo se construye cuando el progreso depende del empobrecimiento de la mayoría? Argentina es hoy el espejo donde esa contradicción se ve sin filtros: un país endeudado, ajustado y administrado desde afuera que todavía resiste desde abajo, desde los cuerpos que cuidan, producen y enseñan. Ahí está la grieta verdadera: entre quienes especulan con el futuro y quienes todavía lo sostienen.
Así como ellos tienen su Internacional —la de los fondos, las tecnológicas y los flujos financieros que gobiernan sin fronteras—, los pueblos que resisten deberán pensarse también en esa escala. Una Internacional de los que no se fugan: de quienes todavía creen que la vida en común puede organizarse desde la justicia y no desde la deuda. Tal vez ahí, en esa alianza entre los países no-liberales, en esa inteligencia colectiva que nace del límite y del cuidado, empiece a dibujarse el verdadero contrapeso de este tiempo.
[1] Esta nota fue publicada en Phenomenal World el 21 de noviembre de 2025: https://www.phenomenalworld.org/es/analisis/el-milagro-y-la-motosierra/
[Por, Mercedes D’Alessandro, Doctora en Economía de la Universidad de Buenos Aires (Argentina). En X: