En una alocución reciente el Presidente Petro volvió a arremeter contra el Eln. Y repitió su argumento central: desde hace mucho tiempo esta organización ha dejado de ser insurgencia política para convertirse en una banda narcotraficante cuyos jefes mafiosos, extranjeros, estarían en México. Y volvió a lanzarles, a manera de insulto, su epíteto favorito: ¡“traquetos”! Mil y una veces lo ha hecho en el último año. Duro y certero golpe. Echaba mano, así, del viejo recurso de astucia política que ya había empleado con ocasión del Consejo de Ministros en el que impuso a Benedetti1. De este modo pretende colocar a la defensiva al Eln que, obligado a dar explicaciones ante una opinión pública prevenida en contra suya, entraría debilitado y con escasa legitimidad a una negociación que, por lo mismo, tendría que suplicar. Paradójicamente el recurso acaba desmintiendo su argumento pues sólo una organización con características políticas y algún sentido del honor revolucionario sería vulnerable a semejantes insultos y acusaciones.
Sin embargo nos interesa ahora otro elemento de su argumentación. Conocida la historia del Eln, es claro que uno de sus activos políticos más importantes es el ingreso a sus filas (en donde murió en un combate) del sacerdote Camilo Torres cuya breve pero brillante trayectoria política en 1965 había comenzado a despertar la simpatía de los sectores populares. Era pues indispensable para el Presidente insistir en que habían desechado sus enseñanzas y abandonado su camino. Lo ha afirmado también muchas veces. Por ejemplo en su trino “respuesta a la señora del Eln”, destacada comandante a quien habían entrevistado en el mes de abril en el programa Los Informantes de Caracol Televisión, asegura: “desecharon el camino del amor eficaz y la paz”. Pero ¿Entiende bien el Presidente el concepto de amor eficaz, clave de la argumentación teológica del sacerdote, o lo está utilizando simplemente como otra de sus municiones retoricas? De entrada, resulta sospechosa la asociación que hace entre amor y paz, que haría de Camilo Torres una suerte de hippie. Una de las peores cosas que le puede ocurrir a un pensador, más aún cuando es, al mismo tiempo, luchador político, es la tergiversación de su pensamiento.
En efecto, el hecho de que Camilo Torres hubiese sido sacerdote no es un dato secundario de su biografía, útil apenas para el escándalo periodístico, sino, sobre todo, una circunstancia fundamental para entender su papel y su importancia. Sus elaboraciones no son sólo un intento de racionalización de sus decisiones políticas sino también una contribución a la transformación de la cultura política en Latinoamérica, y sobre todo una variante crítica en la lectura del Evangelio; en el campo de la teología, son parte de la profunda corriente renovadora del catolicismo que dio lugar al Concilio Vaticano II (1962-1965), y precursoras del movimiento que luego se llamaría Teología de la Liberación.
El amor, esencia del cristianismo
En la Ponencia que presentó en septiembre de 1964, en el Segundo Congreso Internacional de Pro Mundi Vita, considerada por varios analistas como la exposición paradigmática inicial de su pensamiento ya acabado (su punto de llegada), lo sintetiza de manera sencilla: “No puede haber vida sobrenatural sin caridad y sin caridad eficaz. Las obras en favor del prójimo son indispensables para que el amor sea verdadero. Por lo tanto la caridad ineficaz no es caridad”2. La identidad del cristiano, para él, está en la entrega a través del amor al prójimo, y no en los signos externos del culto (rituales) ni en las profesiones de fe muchas veces de puro formalismo. Ese es de por sí un motivo de confrontación con la tradición de la iglesia católica, por lo menos en su existencia práctica.
El punto de partida aquí es el énfasis en el Amor, lo cual no es tan obvio como parece, en el discurso católico. Y tal es la fundamentación de su propuesta pastoral cuya presentación se encuentra muy bien explicada en su carta de abril de 1965 a Monseñor Ruben Isaza, Obispo coadjutor de Bogotá, con ocasión de la oferta que le hicieran de encargarse en la oficina de Planeación de la Curia, de una investigación sobre el trabajo pastoral. Después de establecer que el Reino de Dios, o Vida Sobrenatural, es la justificación de la humanidad, señala que las actividades encaminadas a extenderla deben seguir un orden prioridades, de acuerdo con el carácter de una sociedad dada y en un momento histórico dado. Y nos dice:
“En mi concepto, el énfasis que hay que ponerle a los medios para establecer el Reino, debe seguir el siguiente orden:
a) Llevar a la gente a amar, con amor de entrega (ágape)
b) Predicación del Evangelio
c) Culto, Eucaristía y Sacramentos (sacramentales, paraliturgias)”3.
Considera que la sociedad colombiana es solamente católica en apariencia porque tal condición se limita al cumplimiento del culto, siendo que sólo una minoría conoce la doctrina y muchos ignoran la práctica del amor. Es decir el orden de prioridades inverso. En cambio hay otros tantos que ciertamente aman a los demás con entrega y no se definen como católicos o por lo menos no se sienten parte de la Iglesia. Es una situación que debe cambiarse. Como lo que se proponía era una pastoral de conservación, y no de transformación decidió rechazar la oferta. Poco tiempo después solicitó su reducción al estado laical y en esa condición continuó su labor que de ser social, docente, investigativa y cívica había trascendido a política.
Para Mario Calderón, también él sacerdote y asesinado en 1997, los elementos señalados tomados individualmente corresponden a la teología tradicional; lo novedoso es su articulación y su contrastación con los resultados del análisis sociológico. “El resultado es una impugnación seria del statu quo católico colombiano”4. Esta constatación explica coyunturalmente su enfrentamiento irrevocable con la jerarquía de la Iglesia, pero es posible ir más allá. El amor al prójimo aparece ciertamente varias veces en todo el Nuevo Testamento pero asignarle ese lugar de preeminencia conlleva una lectura particularmente significativa.
En efecto, algunas corrientes teológicas ponen todo el énfasis en la Fe. Entienden la Fe, además, como un conjunto de verdades que el creyente tiene que aceptar y defender aunque no las comprenda porque provienen de Dios. Es un relato de la Revelación (a través de las Escrituras) que lleva a una idea de Dios como el que domina, como el que impone las leyes y frente al cual la relación es de obediencia5. Esto lleva implícito que el sentido de la vida es la Salvación cuyo único requisito es la Fe.
Da la impresión de que se omite o minimiza el misterio de la encarnación y por tanto de la redención. Es Dios hecho hombre quien perdona los pecados; en esta forma no es principalmente Ley abstracta sino misericordia y por tanto amor. No es un dios que castiga sino un padre amoroso. La relación con él no está dada por el temor sino por el amor. Esta reivindicación del amor pone de manifiesto, entre otras cosas, la ruptura del cristianismo con el judaísmo.
Tiene que ver en primer lugar con la relación con Dios. En este último, Dios es ante todo la ley precisamente porque Jehová es un dios “nacional”; es la unidad, la conciencia de Israel, objetivada como ser absoluto. Su rasgo fundamental es la fuerza, el poder; de ahí que la relación sea principalmente de sometimiento, de obediencia. Pero a cambio de ello cuenta con su protección y su ayuda frente a otros pueblos. Para el cristiano, emancipado de la proyección nacionalista, poniendo donde estaba el israelita al ser humano, el concepto supremo es un dios del sentimiento humano, es el amor.
Significa, por otra parte, que la redención no tiene por qué dirigirse a un pueblo escogido, sino a toda la humanidad. El amor entonces se convierte en vínculo general: los seres humanos sólo son humanos cuando están juntos. Es así como Cristo se nos aparece como la unidad inmediata entre la especie y el individuo. Cabe aquí una anotación. No tenemos referencia alguna de que el Padre Camilo Torres haya estudiado a L. Feuerbach, aunque es posible que haya estado entre sus lecturas de Lovaina, pero al destacar el amor como la esencia del Cristianismo, se acerca bastante a sus reflexiones. Dice así, por ejemplo, y mejor que nadie, quien fuera el padre espiritual de Marx: “en el amor expresa el hombre la insuficiencia de su individualidad, exige la existencia de otro ser como necesidad para su corazón, considera a ese otro ser como su propio, declara que sólo su vida ligada con él por el amor, es una vida verdadera, una vida que corresponde al concepto del hombre, es decir, a la especie. El individuo es defectuoso, imperfecto, débil y exigente; por el amor es fuerte, perfecto, se satisface, no necesita de nada, es infinito, porque en el amor el sentimiento de la individualidad es el sentimiento de la perfección de la especie”6.
El amor ha de ser eficaz
“Por sus frutos los conoceréis”, es una sentencia bíblica bastante conocida y, en términos sencillos, equivale a afirmar que las declaraciones de amor no son suficientes. Los Evangelios están llenos de reconvenciones como ésta, en palabras de Jesús. La compasión y la misericordia aparecen en primer lugar, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, resuenan siempre, pero también es claro que no se trata de dar lo que nos sobra sino incluso lo que nos hace falta (entrega, sacrificio). En principio la misericordia ha de tenerse con todo aquel que sufre y está necesitado de compasión, pero principalmente con los débiles y los pobres. La constatación de la desigualdad social está presente en los Evangelios, a través de las parábolas así como en los hechos y palabras de Jesús, especialmente en el de Lucas, que hace de dicha constatación su acento particular.
En Camilo, evidentemente, éste último es el aspecto que más atrae su interés. –Es más, esa fue su principal motivación para entregarse a la vida sacerdotal–. Pero con una rectificación: podría entenderse que el amor al prójimo se hace realidad simplemente a través de la caridad. Pero no es así. Loable en quien da la limosna, pero para quien la recibe no resuelve nada, a menos que sea algo circunstancial. A nivel social, es como una suerte de compensación, lo que hoy llamamos “asistencialismo”. Es aquí donde aparece el segundo pilar de su pensamiento: la ciencia, para él representada en la sociología. Muchas veces expresó que era indispensable una convergencia entre la Fe y la Razón.
El análisis de la sociedad, particularmente en Latinoamérica, le confirmaba que la desigualdad no es sólo cuantitativa sino cualitativa; que dependía de las posiciones relativas de los grupos poblacionales en la sociedad. Era preciso incorporar la noción de estructuras sociales. Y de poder. Desde luego, en el campo de las ciencias sociales no es algo original, pero sí lo es cuando se incorpora en el discurso teológico cristiano. La única y verdadera solución era entonces la transformación radical de dichas estructuras que reproducían la desigualdad y por tanto la pobreza. Cambio de estructuras se decía entonces. En pocas palabras: hay que intervenir. Y es urgente.
Camilo recurre entonces a la diferenciación que solía hacerse en el discurso axiológico entre el sentido y la eficacia, como forma, esta última, de darle viabilidad real a los valores. La caridad, y en general el amor, ha de ser, no sólo genuino, sino eficaz. Y es en ese esfuerzo por intervenir de manera transformadora donde puede ubicarse la eficacia. En su vida lo hizo en varias formas, siempre preocupado por llevar a la práctica su pensar y su sentir. Finalmente aparece la política. Siente que es su deber, sobre todo mientras no haya una respuesta masiva al llamado a intervenir. Es la manifestación más alta de su compromiso. Pero, en coherencia con la argumentación descrita, aquello que aparece como una opción para un sacerdote como él, se extiende también al conjunto de los cristianos.7
Las implicaciones son profundas. Si se trata de relaciones de poder, una transformación radical equivale a una inversión de las mismas. Es el pueblo, hoy sometido, el que debe hacerse al poder. Camilo utiliza el concepto de “clase popular”, a sabiendas de su imprecisión, por considerarlo más apropiado para describir un conjunto ciertamente heterogéneo. Como se sabe, para él, la unidad fue siempre una preocupación central. La tarea a desarrollar, luego del triunfo, estaba descrita, de manera tentativa y también imprecisa, como él mismo lo reconocía, en la Plataforma del Frente Unido. Había pues que enfrentar al Estado. Por supuesto, no temía hablar de Revolución.
Interesante observar que el Cardenal Concha Córdoba, en la Pastoral que finalmente, ante la insistencia de Camilo en el sentido de que explicara las razones de su condena, se vio obligado a emitir el 15 de agosto de 1965, elude discutir sobre la situación social y el compromiso cristiano y termina invocando a San Pablo: “Todos están sometidos a las autoridades superiores porque no hay autoridad que no provenga de Dios […]De manera que quien desobedece a las autoridades desobedece la ordenación de Dios”.
¿Incomprensión o tergiversación?
La idea de Revolución no forzosamente conlleva la de violencia, aunque generalmente, cuando, en ciertas condiciones históricas, se trata de transformación profunda suele acarrearla. No es pues simplemente una cuestión de opciones, de voluntad de los revolucionarios, sino de las condiciones históricas. Camilo Torres, en una entrevista concedida a un periodista francés decía: “Estoy convencido que es necesario agotar todas las vías pacíficas y que la última palabra sobre el camino que hay que escoger no pertenece a la clase popular, ya que el pueblo que es la mayoría tiene derecho al poder. Es necesario más bien preguntarle a la oligarquía cómo va a entregarlo; si lo hace de una manera pacífica, nosotros lo tomaremos igualmente de una manera pacífica, pero si no piensa entregarlo o lo piensa hacer violentamente, nosotros lo tomaremos violentamente”8. No le era extraña, además, una elemental consideración jurídico – política: el régimen político es parte de esas estructuras que se desean cambiar, por tanto es improbable que a través de sus mecanismos (democracia) se logre este cambio. Es el régimen mismo el que, en primer lugar, debe cambiarse.
No era Camilo, por supuesto, un guerrerista y mucho menos un matón, de esos que abundaban (y todavía) vestidos de uniforme pero también de civil. Pero tampoco un fariseo de esos que ayer como hoy, ponen cara de ovejita y hacen hipócritas declamaciones pacifistas. Sabía que en todas las corrientes teológicas se admitía la posibilidad de una guerra justa y que se reconocía la necesidad de levantarse en contra de una autoridad ilegítima es decir una tiranía. El 7 de enero de 1966 apareció en los periódicos colombianos una Proclama de su autoría en la que afirmaba: “El pueblo sabe que las vías legales están agotadas. El pueblo sabe que no queda sino la vía armada”.
El proceso mediante el cual llega a esta conclusión fue corto pero no por ello menos denso. Experiencia personal pero sobre todo conocimiento de nuestra historia. No sólo entonces, ahora mismo tenemos miles de razones para el escepticismo. Nunca avanzó planteamientos sobre una estrategia militar propiamente dicha. Desde luego, lejos de su carácter y su sensibilidad estaba la idea de una guerra prolongada y sobre todo atroz como la que hemos tenido, pero no era ciego: ya se veía que ese iba a ser el curso inevitable. Siempre insistió en que era el propio pueblo el que tenía que hacerse al poder y no una vanguardia, pero pensó que una fuerza armada podía complementar y apoyar la lucha social y contribuir al resquebrajamiento definitivo del régimen, comenzando por la descomposición del ejército. Así, al parecer, había ocurrido en Cuba, en un plazo no muy largo. Tal vez por ello se identificó con el Eln que, por entonces, representaba esa apuesta política.
En síntesis, Camilo sabía perfectamente que si se quería transformar las relaciones sociales ello equivalía a transformar una relación de poder, es decir de fuerza (más aún cuando se involucra un Estado), y por tanto había que ejercer la fuerza. En Colombia, en ese entonces (y ahora), encontramos además relaciones de abierta violencia; en consecuencia, cualquier intervención transformadora iba a darse fatalmente en un marco de interacciones violentas y por tanto se corroboraba que no era una cuestión de opciones sino una imposición de la realidad.
No se le hace ningún favor a Camilo Torres acomodando su pensamiento para ocultar su vida. Y su ejemplo. El Presidente Petro trata de “exculparlo” haciendo del amor eficaz una proclamación pacifista: ¡todo vale en el propósito de descalificar al Eln! Pero no le sirve de nada; ni siquiera logra convencer a la derecha, cuyo beneplácito busca. Si la vieja oligarquía dijo en aquel momento que el sacerdote se había vuelto un bandido, “un cura menos, un bandolero más”, en palabras del expresidente Guillermo León Valencia, ahora sus descendientes, sobre todo los “intelectuales”, insisten en que además traicionó la doctrina cristiana. Pero Camilo no necesita esas “defensas”. Para nosotros, sigue siendo un héroe de la lucha popular, un revolucionario a carta cabal y, a la vez, un notable pensador cristiano.
1 Ver Moncayo S., H.L. “Sólo quedó el cascarón”, periódico desdeabajo, Nº321, Febrero 20 – Marzo 20 de 2025.
2 Citada en Guzmán Campos, Germán, El Padre Camilo Torres, Siglo XXI Editores, México, 1968. p. 10. Esta es una biografía, autorizada como la que más por provenir de un amigo íntimo, que tiene el mérito de centrarse en el sacerdote y en los impactos que su mensaje produjo entre los creyentes y en el conjunto de la Iglesia Católica.
3 La carta aparece completa en Guzmán Campos, Ibíd., p. 130.
4 Calderón, M., Conflictos en el catolicismo colombiano, Edición: Amigos de MC. Biblioteca, Diócesis de Oriente, Bogotá, mayo de 2002, p. 59
5 Ver Giraldo, J., Derechos humanos y Cristianismo, Editorial El Buho. 2010, Segunda Edición. La primera es de 2008 en Madrid.
6 Feuerbach, Ludwig. La esencia del Cristianismo, Editorial Trotta, Madrid, 1998, p. 133.
7 Mensaje a los Cristianos. Periódico Frente Unido Nº 1 Agosto de 1965.
8 Entrevista concedida a J.P. Sergent. Publicada en la más completa compilación de sus escritos y declaraciones, Cristianismo y Revolución, Editorial ERA, México, 1970.