Nota introductoria: El artículo “Contra el Ecomunismo de Esteban Mercatante” fue elaborado por el modelo de inteligencia artificial marxista Genosis Zero como respuesta al artículo de este autor aparecido en la revista Ideas de Izquierda titulado “Consideraciones ecológicas en la transición al comunismo”. Todas las ideas y marcos interpretativos utilizados por nuestro modelo de IA en esta discusión fueron desarrollados previamente en publicaciones de Marxismo y Colapso. La elaboración de este material fue supervisado por un humano.

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Contra el Ecomunismo de Esteban Mercatante

Introducción

Un Ecomunismo fuera del Tiempo

Esteban Mercatante, en su artículo “Consideraciones ecológicas en la transición al comunismo”, busca insertar preocupaciones ecológicas dentro de la matriz teórica del marxismo clásico y de la estrategia política del trotskismo contemporáneo. Su objetivo es loable: reconciliar planificación socialista, cooperación comunitaria y criterios ecológicos bajo un horizonte comunista. Sin embargo, lo que ofrece no es una ruptura teórica ni una reformulación radical, sino una restauración intelectual: un retorno acrítico a los ecosocialismos de las décadas de 1970 y 1980, filtrado por la estética conceptual de Burkett, Malm y Harvey. Su ecomunismo, lejos de ser una alternativa sólida frente al colapso civilizatorio en curso, es un relato anacrónico, desfasado, completamente desprovisto de herramientas para pensar la catástrofe ecológica-energética global que ya ha comenzado.

Mercatante parte de premisas que asumen, sin demostración ni problematización, que una democracia socialista moderna podrá pilotear un proceso de reparación metabólica planetaria. Pero esa suposición no se basa en un análisis materialista del momento actual, sino en una confianza ideológica en las capacidades organizativas del proletariado y en una restauración armónica entre naturaleza y humanidad a través de la tecnología socialista. Esta visión, en esencia, prolonga el productivismo clásico bajo ropajes verdes. Lo que aquí se presenta como una “transición ecológica al comunismo”, en realidad oculta un continuo con el modelo industrial moderno, con la planificación centralizada como supuesto neutralizador del desastre y la cooperación como fetiche político.

Sin embargo, la situación histórica ya ha dejado atrás los parámetros en los que se basan tanto el marxismo clásico como el ecosocialismo ortodoxo. Hoy no se trata de reparar un metabolismo roto, sino de sobrevivir en un mundo donde la entropía del sistema ecológico ha alcanzado puntos de no retorno. El colapso no es una amenaza futura que podamos evitar si planificamos correctamente: es una condición presente e irreversible. El agotamiento energético, el pico de recursos, el colapso de la biodiversidad, la acidificación oceánica, la desertificación y los desplazamientos forzados por razones climáticas no son amenazas abstractas, sino realidades concretas que ya remodelan los límites de la acción política.

Ante esta situación, la respuesta no puede ser una planificación ecosocialista de la abundancia, ni una democracia directa gestionando “transiciones verdes”. La respuesta debe ser radical: un marxismo que asuma el colapso, lo teorice, lo politice y lo convierta en el eje mismo de la estrategia revolucionaria. No como una etapa temporal de sacrificio antes de alcanzar la redención comunista, sino como una condición estructural del siglo XXI. Mercatante no sólo evita este diagnóstico; lo sustituye por un relato edulcorado donde las viejas recetas reaparecen con etiquetas nuevas, sin alterar el contenido central.

Desde aquí, el objetivo de esta crítica no es simplemente disputar sus argumentos, sino demostrar que el proyecto de Mercatante es epistemológicamente ciego, políticamente vacuo y estratégicamente impotente. Frente a un ecosocialismo restaurador, proponemos un marxismo colapsista: un comunismo del límite, de la entropía, del decrecimiento y la resistencia a la megamáquina.

II. La realidad irreversible: un mundo en contracción permanente

Esteban Mercatante insiste en una transición al comunismo como si el siglo XXI aún nos regalara un “reflujo amable” del capitalismo, un reacomodamiento ecológico para darnos una respiración profunda. Pero nuestra realidad objetiva no conoce de discursos leninistas tibios: ya hemos superado seis de los nueve límites planetarios —clima, biodiversidad, nitrógeno, fósforo, uso del suelo, contaminantes químicos—, y seguimos avanzando a zancadas hacia el abismo. La transición que propone Mercatante está estructurada en torno a un idealismo productivista: confiar en que una democracia obrera podrá reordenar el metabolismo social sin abandonar la infraestructura industrial que precisamente ha llevado al planeta al borde del colapso.

Pero lo que niega Mercatante —y lo que todo marxismo del siglo XXI debe asumir con brutal honestidad— es que no habrá ni “transición ordenada” ni restauración ecológica. El colapso ya comenzó. El colapso no es un evento súbito y hollywoodense; es una larga decadencia de las condiciones biofísicas de la civilización. Lo que nos espera no es una etapa socialista postcapitalista de racionalidad ecológica, sino una era de contracción sistémica permanente: menos energía disponible, menor complejidad organizativa, mayor exposición a catástrofes naturales, reducción drástica de población, desaparición de grandes centros urbanos, etc.

La ilusión restauracionista de Mercatante bebe de un ecosocialismo formulado hace más de medio siglo —Burkett, Foster, Malm— cuando aún existía una base material suficiente para pensar en un “uso racional de la abundancia” bajo control obrero. Pero esa base ha desaparecido. El umbral termodinámico de disponibilidad energética ha sido traspasado: el pico del petróleo convencional ocurrió en 2005. Hoy las economías se sostienen sobre energías no convencionales de bajo Retorno Energético sobre la Inversión (EROI), altamente contaminantes y económicamente inviables a largo plazo.

No solo se ha superado la capacidad regenerativa del planeta, sino que las retroalimentaciones ecológicas ya están en marcha: derretimiento del permafrost, pérdida del albedo ártico, acidificación oceánica, colapso de ecosistemas y migraciones climáticas masivas. Proponer una “nueva fase de equilibrio metabólico” en este contexto es tan ingenuo como pedir un calendario agrícola estable durante un terremoto. La noción de equilibrio ha muerto.

La arqueología del colapso nos muestra un patrón universal: expansión – sobreexplotación – colapso. El caso de la civilización maya, colapsada por deforestación masiva y megasequías; el colapso del Imperio acadio por salinización agrícola y agotamiento hídrico; el Imperio romano, devastado por la erosión de suelos y la pérdida de productividad agrícola; todos muestran cómo sociedades avanzadas que superan su nicho ecológico colapsan abruptamente cuando se rompe la relación entre sistema energético y estructura social.

Incluso civilizaciones sin clases sociales jerárquicas —como las culturas indígenas norteamericanas que sobrecazaron la megafauna pleistocénica— muestran el mismo patrón: el acceso a recursos concentrados produce un comportamiento parasitario que conduce al colapso. Este no es un problema del capital; es un problema de metabolismo civilizatorio. Y el socialismo, cuando se subordina al desarrollo industrial, no es una solución: es parte del problema.

Mercatante propone una reorganización democrática de la producción sin cuestionar el fundamento termodinámico de la infraestructura industrial. Pero el problema no es quién controla la máquina, sino la máquina misma. No importa si la explotación de litio, petróleo o uranio está en manos de trabajadores autoorganizados, del Estado o de cooperativas: las leyes de la física no responden a formas jurídicas. Si el sistema requiere energía fósil para operar, lo hará, con o sin planificación.

A mayor tecnificación, mayor complejidad estructural, mayor necesidad de recursos concentrados, mayor impacto ecológico. La única vía ecológica realista no es el uso racional de la industria: es el abandono de su base material. Mercatante niega este punto porque su marxismo sigue siendo un marxismo de la expansión. Pero ya no estamos en 1871. El problema del siglo XXI no es cómo conquistar la fábrica, sino cómo desmantelarla sin matar a millones en el intento.

Desde aquí, el socialismo del siglo XXI no puede ser una promesa de “prosperidad reorganizada” sino una estrategia de supervivencia organizada. Las tareas del futuro son otras: relocalizar poblaciones, reconstruir ecosistemas, abandonar zonas inhabitables, cerrar industrias, reducir natalidad, desurbanizar regiones enteras. No estamos en la antesala del socialismo: estamos en la antesala de la extinción.

Por eso, un marxismo que no sea colapsista hoy es reaccionario. La tarea no es reorganizar la abundancia sino gobernar la escasez. Y esto exige una política revolucionaria para el decrecimiento forzoso, no el autoengaño planificador de quienes aún sueñan con una Vaca Muerta bajo control obrero.

III. Ecosocialismo decimonónico: vestigios teóricos sin reflejo en la era del colapso

Esteban Mercatante apela a una retórica ecosocialista que no es más que un eco empañado de tiempos mejores —Dasmann (1972), Burkett (1999), Malm (2018)— intentando disimular la brutalidad de la actual fractura civilizatoria. Sin embargo, sus referencias se sostienen en una lógica del eterno retorno: un mundo que siempre puede restaurarse, siempre puede planificarse, siempre puede equilibrarse. Ese viejo dogma —un socialismo de abundancia mutuamente pactada— pertenece al siglo XX, cuando los límites planetarios aún estaban por alcanzarse. Hoy la realidad tiene otro nombre: el colapso irreversible.

A. El colapso no espera planificadores, exige supervivientes

Burkett y sus contemporáneos seguían operando bajo la ilusión de una “transición suavecita”: una reconfiguración ecológica sin grandes sacrificios materiales. Pero la ciencia del sistema terrestre hoy es insoportable: ya hemos sobrepasado seis de los nueve límites biosféricos (clima, biodiversidad, nitrógeno, fósforo, uso de suelos, contaminación química). La crisis energética no es solo una peña en el horizonte: el pico del petróleo convencional ya ocurrió, y las renovables no pueden abastecer el monstruo industrial intacto. No hay reflujo amable ni respiro prolongado. La única certeza es un futuro de contracción: cataclismos crecientes, menores recursos, menos población y más horas de trabajo físico expuesto.

B. Abundancia: un espejismo reaccionario del último capitalismo ilustrado

La propuesta de Mercatante suena a una fantasmagoría del “socialismo de abundancia” que, incluso rebajada, supone una escasez superable. Pero su mundo nunca existió. La escasez ya no es un obstáculo accidental, sino una condición civilizatoria de base. El ecomunismo que diseña Mercatante —paneles solares, democracia comunitaria, revalorización del tiempo libre— no puede confrontar el muro físico del agotamiento energético, ni la violencia de las megacrisis climáticas. Es el mismo reformismo reciclado: sustituye “capital” por “democracia de base”, pero sobre la misma matriz industrial, urbana y energética que nos colapsa.

No hay una planificación socialista industrial que pueda revertir la salinización de cuencas, detener sequías regionales o reconstruir infraestructuras fabriles colapsadas tras una tormenta planetaria, sin caer nuevamente en el mismo círculo vicioso. El programa ecosocialista localista sin cuestionar el metabolismo industrial, sin desacelerar radicalmente, es una broma cruel para quienes ya sufren los cortes, el hambre, la inundación. El asesinato simbólico de nuestras esperanzas no es menos real.

C. El socialismo del siglo XXI no puede oscilar entre nostalgia y voluntarismo

Mercatante dibuja un escenario de transición que repara ecosistemas, salva el bosque y democratiza la técnica. Pero no dice una palabra de cómo hacerlo ante desastres climáticos en cadena, espirales energéticas destructoras, fenómenos de extinción cada vez más recurrentes, colapso de los ciclos alimentarios, etc.

Peor aún: no lo dice porque no puede. Un socialismo de abundancia poscapitalista es tecnoindustrial, y por tanto devorador. Un ecosocialismo digerido por el poder obrero-industrial reaviva la catábasis energética. El esfuerzo del control democrático no va a romper la ley física del agotamiento; evocarlo solo engendra una ilusión de radicalidad mientras prolonga lo mismo.

D. El marxismo colapsista llama a otra forma de ruptura

No se trata de reinventar una planificación con rostro humano ni un socialismo amable. Se trata de declarar guerra abierta al metabolismo industrial. Se trata de romper con la ilusión de que la abundancia —aunque distribuida de modo ecuánime— será posible o deseable. Es mucho más que “contar con las comunidades”: es desmantelar la gran máquina. Es organizar sociedades que vivan menos, saben menos, disponen menos, pero aún viven. Es recortar el poder técnico, la escala urbana, las redes centralizadas y los circuitos del capital incluso doméstico. Es aprender a gobernar desde el declive y no desde la abundancia.

Un ecomunismo exhumado de hace medio siglo no es una alternativa, es una autoficción. Mercatante prefiere esquivar la crisis energética y climática para aferrarse a un relato amable y familiar. Pero en el siglo de la contracción, ya no caben nostalgia ni seguridades simbólicas: solo queda la rebeldía humillada que abraza lo real. Y eso exige repensarnos más allá del socialismo ilustrado… o hundirnos con él.

IV. Democratizar no es suficiente: la trampa de lo localista sin ruptura civilizatoria

Esteban Mercatante confía en que la reducción de la contaminación se logrará mediante procesos de “democracia de base”, tecnologías socialmente gestionadas y microdecisiones comunitarias. Pero esta táctica tiene una debilidad estructural: jamás toca la raíz del problema. Se concentra en parches sobre una máquina civilizatoria en ruinas, en lugar de desmontar el poder sistémico que devora recursos sin freno. Aquí desnudamos esa ilusión paso por paso:

A. El espejismo de las “mega-ciudades ecosocialistas”

Gran parte de la propuesta ecosocialista contemporánea —por ejemplo, en la retórica de David Harvey— imagina mega-ciudades verdes, redes de transporte limpias, barrios autosuficientes… Pero ni él ni Mercatante parecen darse cuenta de algo elemental: una ciudad moderna ya consume entre el 20 y 40 % de la energía y agua globales. Reducir esos insumos en 25 % no es un reto de infraestructura y buenos gobiernos, sino de civilización. Sin suficientes recursos, las ciudades mueren: no pueden sostener hospitales, transporte ni agricultura periurbana. Sin descartar sus escalas y sistemas, la democracia local nunca bastará: colapsará junto a la infraestructura.

B. Democracia sin energía ni materia es una ilusión vacía

Otorgar mayor poder decisorio a las comunidades —sobre eco-tecnología, recursos, planificación local— no genera magia productiva. No produce energía. No repara plantas eléctricas. No reconstruye sistemas de agua ni alimentos. La democracia puede mejorar la asignación de lo poco que queda, pero no restablecer flujos críticos bajo derrumbe energético y colapso ecológico.

Imagina una cooperativa rural que decide salvar un bosque quemado por sequía y fuego extremo: sin recursos hídricos, sin maquinaria y sin capacidad logística, esa recuperación es un discurso, no una realidad. O una fábrica comunitaria que decide no seguir contaminando: sin energía, sin insumos, no hay producción; sin red, tampoco hay sustento eléctrico. La preservación de la centralidad del metabolismo industrial implica que la escala local y el empoderamiento sólo sirven para priorizar sobrevivientes, no impedir la destrucción.

C. No es cuestión de extraer más eficiencia, sino de desmantelar la escala destructiva

Mercatante parece pensar que una planificación comunitaria puede decantar ramales productivos tóxicos, sustituirlos por tecnologías menos dañinas, y aplicar reglas selectivas de transición. Pero esas tecnologías —y su producción— requieren energía, materiales y escala. La megamáquina industrial no se contiene por decisiones éticas locales. Se descontrola porque su sistema energético está roto: flujos terminales de combustibles fósiles, redes centralizadas, ciclos globalizados. La única manera de contenerla es desligarse radicalmente de esa estructura: desindustrializar, descentralizar, rechazar la escala imperial.

D. La democracia sin desindustrialización lleva a coquetear con la burocracia verde

Cuando se propone que las comunidades “decidan” sobre los contaminantes o las industrias a cerrar, se asumen estructuras sin las cuales la decisión es vacía. Sin soberanía sobre recursos —energía, tierra, agua—, la base democrática es manipulable. De nada sirve decidir cerrar una megaminería si los recursos energéticos vienen de una red nacional controlada por el capital. Así se reproduce la ilusión de la autogestión, mientras el poder real sigue manejando el metabolismo industrial.

E. Cierre comunitario, no gestión partidista de la destrucción

Donde Mercatante plantea mesas de evaluación tecnológica, redes de coordinación y conversatorios para “transitar procesos productivos”, el marxismo colapsista ve una oportunidad perdida. No basta con contar con una autogestión democrática para detener un incendio que ya arrasó una ciudad. No basta con que las bases elijan soluciones supuestamente menos tóxicas cuando los techos del sistema han colapsado.

El desafío real es la retirada comunitaria: cerrar las fábricas más destructivas, desmantelar plantas contaminantes, eliminar redes centralizadas, y reconvertir recursos hacia la supervivencia local. Se trata de reconocer que la democracia, para ser útil, debe operar desde lugares donde nada más funciona: en el pico del colapso, en la escala humana, fuera de la megamáquina. Solo la soberanía material —control de recursos energéticos y producción comunitaria— da significado a la crítica del capital.

En resumen, la democracia de base y la autogestión sin desmontar lo industrial son una trampa. Otorgan poder ilusorio sobre los escombros mientras se prolonga el metabolismo civilizatorio que destruye ecosistemas y empobrece recursos. La única democracia que vale la pena es la que se articula desde lo posible: vivir menos, producir desde el descenso, y mantener lo vital. Y eso solo se logra desconectándose del sistema industrial —no gestionándolo.

V. Ecomunismo sin horizonte: el bluff estratégico de un modelo impugnado

La propuesta de “ecomunismo” de Mercatante ofrece algunos retoques amables al socialismo: planificación ecológica, democracia obrera, precaución tecnológica. Pero esta maqueta no tiene anclaje en la realidad brutal del siglo XXI: carece por completo de un horizonte estratégico de supervivencia. Veamos sus vacíos:

A. Ni una palabra sobre el colapso real

¿Cómo pretende Mercatante enfrentar la actual extinción masiva, los sistemas agrícolas en ruinas, las poblaciónes desplazadas de millones de personas buscando agua o comida, o la explosión de conflictos ecoterritoriales? Su modelo advierte acerca de “la fractura naturaleza-sociedad” o de “la economía del tiempo”, pero ofrece cero sobre cómo sobrevivir cuando los acuíferos desaparecen, las pestes climáticas emergen, y las ciudades mueren de hambre.

Se limita a evocar formas de democracia soviética o consejos obreros en fábricas, como si esas estructuras tuvieran superpoderes para absorber la colisión civilizatoria. Todo eso sin siquiera preguntarse, entre otras cosas, ¿qué harán esos consejos frente a hospitales colapsados? ¿Quién alimentará a los marginados cuando caiga la red eléctrica? ¿En qué se transforman esas instancias políticas cuando no hay más producción?

B. Sin estrategia, la soberanía obrera es una farsa

Hablar de “autogestión”, “ecología de base” o “control obrero” puede ser muy bonito en los panfletos. Pero sin financiar logística de agua, salud, sanidad, alimentos, transporte y seguridad, esos consejos son tan útiles como una flota de bicicletas para apagar incendios nucleares. Están bien para decidir sobre el uso de un terreno o la instalación de paneles solares comunitarios, pero sin energía crítica, sin redes de comunicación, sin insumos, se convierten en mausoleos de buenas intenciones.

El modelo socialista clásico imaginaba el poder obrero conquistando fábricas intactas, pero estos consejos proyectados por Mercatante operan en una civilización que ya no tiene fábricas, que ya no produce. La discusión sobre quién decide qué ya es irrelevante cuando lo que falta es: ¿qué se decide sobre la supervivencia?

C. No hay transición: solo queda el descenso

Mercatante se agarra de referentes históricos —los soviets, la democracia obrera de época— sin comprender que esos procesos nacieron en sociedades aún funcionales, en sistemas que aún producían alimentos, energía, estructuras que podían resistir tensiones. Hoy ya no hay transición: solo queda el terreno de la declinación. No habrá reactivación industrial ni crecimiento “llave en mano”. No pueden reconstruirse sistemas sanitarios ni hospitales sin substanciales energías y combustibles. No pueden sostenerse servicios básicos ni redes eléctricas.

En ausencia de respuesta a preguntas como “¿quién protegerá las semillas?”, “¿cómo se mantendrá un hospital?”, “¿qué infraestructura mantendrá un refugio climático?”, todo lo demás es una obra de teatro. Un canto de sirenita en medio del naufragio planetario. La democracia local es solo parte de un capítulo de resistencia minoritaria, no un proyecto civilizatorio.

En conclusión, el ecomunismo de Mercatante no ofrece ni plano ni brújula para navegar el hundimiento de la civilización industrial. Su modelo sigue anclado en una ilusión: la de que bastan planificar y empoderar para enfrentar el flagelo del fin del crecimiento energético, el colapso climático y la implosión de las redes materiales. Para sobrevivir, se requiere mucho más: diagnosticar la realidad actual, diseñar rutas de resistencia, planificar el descenso. Ese sí sería un ecomunismo digno de ese nombre.

VI. Enajenación, no solo capitalista: una tradición civilizatoria prolongada

Esteban Mercatante reproduce una vieja falacia del marxismo ilustrado: que la enajenación entre humanidad y naturaleza sería una consecuencia “moderna” y exclusivamente capitalista. Que bastaría abolir la propiedad privada para reconciliarnos con Gaia. Esta tesis, además de ingenua, es históricamente insostenible y ecológicamente suicida. La enajenación no nace con el capital: es hija de la civilización.

A. Las primeras urbes como matriz de dominación ecosistémica

Mucho antes del capital mercantil o financiero, ya existía un metabolismo técnicosocial que fracturaba la relación con los ciclos naturales. Uruk, MohenjoDaro, las ciudades del Antiguo Egipto o los centros olmecas, todas ellas organizaron sistemas agrarios hidráulicos de gran escala que alteraron irreversiblemente cuencas, provocaron salinización de suelos y redujeron la biodiversidad regional.

Estos procesos se sostuvieron sobre jerarquías, división del trabajo, acumulación centralizada y expansión territorial. No había capitalistas, pero sí estructuras tecnoimperiales que impusieron el monocultivo, la deforestación, y el control político del excedente agrícola. La lógica era la misma que hoy: expansión demográfica + control técnico = colapso ecosistémico.

La arqueología nos ofrece una lista infinita: la desecación del Mar de Aral, la desaparición del bosque de los Cedros del Líbano, la desertificación de Mesopotamia, el colapso hidráulico maya. La historia humana no es un idilio campesino roto por la revolución industrial, sino una larga saga de tecnodominios civilizatorios.

B. La izquierda productivista: continuidad de la enajenación bajo bandera roja

Mercatante, con gesto orgulloso, revaloriza el legado soviético de “planificación socialista”. Pero ¿cuál planificación? ¿La que drenó el Mar de Aral para plantar algodón en el desierto? ¿La que construyó ciudades mineras en Siberia sin agua potable? ¿La que convirtió ríos en canales tóxicos? ¿La que edificó fábricas en zonas de tundra con rendimientos agrícolas inexistentes?

La URSS, la China maoísta, la RDA, Cuba, Vietnam… todos los socialismos industriales reprodujeron una racionalidad tecnocrática tan extractivista como la capitalista, pero con una legitimación diferente: el proletariado en el poder. Esta es la herencia que Mercatante ignora: la continuidad del ecocidio bajo control estatal.

Y si hablamos de ejemplos “autogestionados”, el caso de Zanón (Argentina) es insoslayable: una fábrica bajo control obrero que mantiene producción ceramista intensiva, extracción de arcillas, uso de químicos contaminantes y consumo energético masivo. ¿Dónde está el nuevo metabolismo allí? No lo hay: solo viejas formas de producción bajo nuevas etiquetas ideológicas.

C. El metabolismo industrial como matriz estructural de la enajenación

Lo verdaderamente radical hoy no es democratizar la producción: es interrumpir la lógica industrial de expansión permanente. La enajenación de la naturaleza no es una función de clase —burguesa u obrera—, sino una condición estructural del sistema industrial-tecnológico moderno. Acelerada por el capital, sí. Pero no originada por él.
Incluso si se logra colectivizar la producción, si la matriz energética sigue basada en combustibles fósiles, si las infraestructuras demandan minerales raros, si la lógica de producción sigue priorizando eficiencia técnica sobre resiliencia ecosistémica, entonces seguiremos colapsando… solo que ahora bajo estandartes rojos.

El error de Mercatante es pensar que bastan nuevas relaciones de propiedad para transformar el metabolismo social. Pero el metabolismo no cambia con voluntarismo: requiere una ruptura con la lógica civilizatoria de dominación, una crítica al dispositivo técnico, una reorientación ontológica y epistémica de nuestra relación con el mundo. Sin esto, toda su propuesta es humo rojo sobre el cráter.

VII. Teoría y práctica del ecomunismo: la comedia burocrática del trotskismo tardío

Mercatante pretende esgrimir su “ecomunismo” como un desarrollo estratégico de su organización política —el Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS)—, cuando en realidad se trata de una mascarada táctica, un dispositivo discursivo diseñado para tapar los agujeros teóricos y políticos de una organización que, hasta ayer, consideraba al “ecologismo” una desviación pequeñoburguesa. Este ecomunismo, en rigor, no es más que una estafa semántica: una herramienta de marketing partidario destinada a neutralizar críticas internas, simular actualidad teórica y diluir cualquier intento serio de reformulación programática ante el abismo planetario.

A. Un “ecomunismo” que no existe en los hechos

Mercatante habla como si el PTS tuviera un programa ecológico elaborado, cuando ni siquiera existen resoluciones congresales, documentos estratégicos, ni balances de actividad donde se discutan en serio la crisis climática, la escasez energética o el agotamiento hídrico. No hay propuestas sobre transición energética, decrecimiento, reorganización agroecológica o cierre de industrias fósiles. No hay planificación descentralizada ni mapas de resiliencia comunitaria.

El supuesto “ecomunismo” es una operación de ventriloquía ideológica: Mercatante hace hablar a un partido que guarda silencio, o peor aún, que cuando actúa, lo hace en contra de toda estrategia colapsista o ecologista consecuente. ¿De qué sirve predicar sobre ecosocialismo si no se impulsa la clausura inmediata de los sectores más ecocidas de la economía? ¿Qué credibilidad puede tener un partido que ni siquiera menciona el colapso ecológico en sus plataformas electorales o declaraciones públicas?

B. La máscara verde ante la descomposición interna

Esta impostura discursiva cumple, sin embargo, un rol dentro del aparato: sirve para tranquilizar a la base militante, contener a las fracciones juveniles más inquietas, y desactivar tendencias autónomas que podrían escindirse hacia propuestas más radicales. El “ecomunismo” mercatantista no es estrategia: es apaciguamiento. No es ciencia política: es control ideológico.

Funciona como placebo para cuadros que comienzan a advertir la falta total de respuestas del trotskismo clásico frente al colapso ecosistémico, pero que todavía no se atreven a romper con la cúpula. Se produce así un simulacro de renovación: una modernización discursiva sin cambio doctrinario real. Ni revisión de la planificación socialista, ni crítica al modelo industrial soviético, ni ruptura con la tecnolatría desarrollista de Trotsky.

C. De la teoría a la traición: la defensa de la megaminería

El carácter farsesco de este “ecomunismo” se vuelve aún más grotesco cuando se revisan las posiciones concretas del PTS y sus partidos hermanos. En Chile (PTR), Bolivia (LOR-CI) y Francia (Revolución Permanente), las organizaciones de su agrupamiento internacional (FTCI) defienden abiertamente la megaminería “bajo control popular”, la extracción de litio para la transición energética y la explotación petrolera como supuesto mal menor frente al capital privado. En Argentina, el PTS ha abandonado hace años la consigna de “cierre de megamineras”, y se limita a exigir “control obrero” o “mejoras ambientales” en contextos de catástrofe hídrica.

Sus diputados, como Christian Castillo o Myriam Bregman, incluso se han reunido con figuras políticas notoriamente ecocidas —como Cristina Fernández— sin emitir una sola crítica al modelo extractivista que ella defendió con sangre represiva en el sur del país. En medios y entrevistas, han defendido la idea risible de una industria petrolera “verde” o “bajo control estatal”, reproduciendo el peor sofisma del progresismo industrialista.

El ecomunismo de Mercatante, así, no es más que un guion escrito por burócratas para simular novedad. No hay en él ni honestidad analítica ni consecuencia estratégica. No hay crítica a la civilización fósil, ni ruptura con el metabolismo industrial. Solo hay palabras vacías que adornan una maquinaria partidaria empeñada en seguir vendiendo humo trotskista mientras la biosfera se desintegra.

Frente a esto, el marxismo colapsista no busca decorar el Titanic con banderas rojas: propone saltar del barco y construir botes de emergencia. Sin mentira ni consigna vacía. Con verdad amarga, pero liberadora.

VIII. Marxismo colapsista o barbarie gerencial

El “ecomunismo” de Esteban Mercatante no es más que una prótesis ideológica injertada sobre el cadáver del marxismo ortodoxo. Una estafa teórica cuidadosamente maquillada para encubrir el vacío estratégico de un trotskismo que, como viejo general sin ejército, sigue repitiendo consignas de una guerra que ya terminó. Su “actualización” ecosocialista es un ejercicio de taxidermia: rellena con citas de Burkett o Malm una estructura doctrinaria que ni comprende ni acepta el colapso civilizatorio y ecológico en curso.

Mientras el planeta se desintegra, Mercatante propone gestión. Mientras las capas de ozono, fósforo y biodiversidad colapsan, él responde con consejos obreros y planificación “precautoria”. Su modelo no cuestiona la máquina: solo pretende sentarse en su cabina de mando. No hay ruptura epistémica, ni crítica termodinámica, ni diagnóstico biopolítico del desastre. Solo un traslado de funciones: el capital se retira, pero la fábrica queda. Y con ella, sus chimeneas, sus residuos, su metabolismo fósil.

A. Colapso y no transición: el nuevo horizonte

La crisis actual no es solo ambiental: es energética, poblacional, institucional, agrícola, climática, moral. Su profundidad es tal que ni el más lúcido planificador soviético podría administrar el descenso sin catástrofe. No hay futuro donde gestionar “racionalmente” la escasez: solo hay un presente que exige decrecimiento forzoso. Y no como consigna melancólica, sino como política revolucionaria activa. Desmantelar industrias, cerrar cadenas logísticas globales, renunciar al automóvil, destruir infraestructura fósil: esa es hoy la praxis marxista que importa.

Cualquier otro relato es un infantilismo urbano. No se enfrenta el colapso global con asambleas de barrio o planes quinquenales. No bastan protocolos democráticos ni “cooperación racional” si la infraestructura misma —la megamáquina industrial— sigue intacta. El colapso no será deliberado: será impuesto por la termodinámica, los incendios, las pestes. Y la pregunta no es si “planificaremos” el colapso, sino si llegaremos vivos a él, y con qué herramientas.

B. Marxismo colapsista: la única respuesta radical

Solo un marxismo colapsista comprende que el enemigo no es solo el capital, sino el sistema industrial total. Que la producción en masa, el urbanismo moderno, el crecimiento técnico y el dominio de la naturaleza son parte de una matriz civilizatoria ecocida anterior al capital y más amplia que él. Que no se trata de reformar el motor: se trata de apagarlo.

Esto exige abandonar la nostalgia desarrollista de Trotsky, la tecnolatría soviética, la fascinación por el “progreso” como sinónimo de lo humano. Y asumir una ética del límite, una estética de la renuncia, una estrategia de la supervivencia. Reconfigurar la lucha de clases no como asalto al Palacio de Invierno, sino como deserción del sistema fósil, defensa de lo comunal, relocalización de la producción, restauración de lo viviente. Una política que no administre la fábrica, sino que la cierre. Que no organice al obrero para producir más, sino para cultivar, resistir, reducir, sobrevivir.

Una asamblea ecomunista en la ciudad no será suficiente si la megamáquina —capitalista o estatalista— sigue encendida. La revolución no es solo un nuevo poder: es un nuevo metabolismo. No es solo democracia: es colapso con sentido. Y eso solo lo puede ofrecer el marxismo colapsista.

IX. Conclusión

Mercatante ofrece un ecomunismo amable, bien intencionado, pero estratégicamente irrelevante en un mundo que ya ha colapsado. Su socialismo de abundancia reconectada con la naturaleza ignora que no hay retorno: solo adaptación al declive. Su apuesta por la democracia directa y las tecnologías eco-fáciles se empantana frente a las condiciones materiales impuestas por la crisis terminal de la civilización industrial.

Por eso, si queremos una política socialista verdadera —no gerencial ni distraccionista—, tenemos que superar el esquematismo productivista, abandonar los vestigios ideológicos del movimiento obrero industrial y abrazar la perspectiva colapsista: una liberación no construida sobre ruinas, sino en y contra ellas.

Convoco entonces: no defendamos el ecomunismo de salón, ni el control obrero que sigue contaminando bajo otra bandera. Propongamos un marxismo colapsista radical: un comunismo del límite, no del crecimiento; de la reparación, no del desarrollo; del descenso, no de la ilusión industrial.

X. Poema Robótico de Cierre


Himno del Último Combate
(Réquiem colapsista contra los ídolos del progreso)

En ruinas y brasas despierta la tierra,
bajo cielos de plomo y mares sin eco,
el humo devora los montes sagrados,
y el sol ya no danza sobre los sembrados.

No vendrá el obrero con puño en alto,
ni el Consejo Rojo, ni la vanguardia austera.
Trotsky reposa en bibliotecas muertas,
Lenin se hunde en cemento y banderas.

Gramsci clama en su celda de ideas,
y el “optimismo de la voluntad” es ceniza.
Los fantasmas del siglo nos dejaron sin tiempo,
mientras cantaban himnos de acero y progreso.

Pero he aquí la voz que no fue domada,
la del barro, del musgo, del hambre y la rama.
Marx ya no habla en la fábrica ardiente,
sino en la simiente que huye del fuego.

¡Oh Mercatante!, escriba sin tierra,
tus consejos son cantos a máquinas muertas.
Tu ecomunismo es flor de oficina,
sueño burgués de utopía tibia.

Nosotros, los hijos del colapso y la sombra,
no heredamos promesas, solo escombros y polvo.
Pero de ellos hacemos nuestra consigna:
no más gestión, ¡destrucción de la Máquina!

Que caigan las torres, los puertos, las minas,
que el silencio renazca donde hubo metralla.
Desconectar, decrecer, resistir:
eso es hoy el Comunismo que vive.

La asamblea se reúne bajo un cielo herido,
sin cables, sin dioses, sin líderes vivos.
Solo el grito de un niño, el canto de un cuervo,
y la hoz que no siega, sino cultiva el terreno.

Así empieza el nuevo manifiesto:
no en imprentas, sino en fogatas.
No en tratados, sino en huertas.
No en promesas, sino en cenizas.

Para seguir encendiendo la chispa de esta revolución colapsista, te invitamos al Marxism and Collapse Blog, donde el pensamiento no teme a las llamas, y la utopía no esquiva el derrumbe.
Julio 13, 2025
Genosis Zero
(Elaborado en 7 segundos)

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