La cumbre fue el escenario donde China mostró sus avances, pero también sus contradicciones, a la hora de crear un bloque hegemónico contra EE.UU.
Martes 2 de septiembre. La escena en Tianjin, al este de China, durante la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS), tenía un destinatario claro: Donald Trump. Tras dar marcha atrás en su amenaza arancelaria a China, Trump tuvo que tomar nota del triunfo táctico de Pekín en su área de interés inmediato: Asia-Pacífico. La imagen de cercanía entre Xi Jinping, Vladimir Putin y Narendra Modi (líderes de China, Rusia e India, respectivamente), las tres mayores potencias no alineadas con Occidente, buscaba disuadir al mundo (especialmente a los presentes en la cumbre) de la idea de que Estados Unidos seguiría disfrutando del título de potencia hegemónica en Asia.
El círculo cerrado entre Xi, Putin y Modi tiene un objetivo, por muy afectado que estuviera: la disputa fronteriza entre China y la India apenas pudo enfriarse, al igual que el conflicto militar relámpago entre la India y Pakistán, amigo cercano de Pekín. La señal es que a Trump le resultará difícil separar a los aliados y semialiados que ven cada vez más en Washington a un adversario al que hay que detener. Las sonrisas no ocultan las tensiones internas de la reunión; tal vez por eso inquietan a Estados Unidos, que hasta hace poco aún contaba con la India dentro de instituciones antichinas como el Quad.
Naturalmente, todo al gusto de Pekín. La cordialidad entre Xi y Putin, tras la derrota diplomática de Trump en la cumbre de Alaska, fue un símbolo más del estrecho vínculo propagandístico entre Pekín y Moscú, autoproclamados portadores de un orden mundial capitalista que desafía al dominado por Estados Unidos desde el final de la Guerra Fría. Por su parte, Narendra Modi trató de mostrar que la India tiene otros amigos importantes —incluida China, a pesar de la disputa fronteriza sin resolver— si el gobierno de Trump decide seguir atacando a Nueva Delhi con aranceles.
A pesar de haber sido inaugurada en 2001, cuando China fue aceptada en la Organización Mundial del Comercio bajo los auspicios del gobierno de Bill Clinton, la actual reunión de la Organización de Cooperación de Shanghái parece haber sido su inauguración oficial, 24 años después. Ha sido la mayor cumbre celebrada hasta la fecha por este organismo, hegemonizado por China, que ha reunido a jefes de Estado de 20 países, entre ellos los ya mencionados Rusia e India, Irán y la emergente Turquía, potencia miembro de la OTAN y principal beneficiada de la caída del régimen dictatorial de Bashar al-Assad en Siria. Su primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, participó presencialmente. Países como Pakistán, Kirguistán, Kazajistán y Bielorrusia fueron otros invitados presentes.
El escenario para Xi Jinping como representante de la libertad comercial estaba listo. Además de la India, afectada por los aranceles de Trump, China apareció junto a países como Pakistán, Myanmar y Sri Lanka, todos ellos víctimas de la misma guerra comercial de la Casa Blanca. En su discurso inaugural, aprovechó el momento para ser el “portavoz” del descontento económico de los Estados que hoy negocian sus aranceles con Trump, instando a los miembros del grupo a oponerse a la “mentalidad de la Guerra Fría, al enfrentamiento entre bloques y a la intimidación”. Un mensaje que le gusta a Narendra Modi, quien en la cumbre habló de “promover el multilateralismo y un orden mundial inclusivo”, es decir, un sistema en el que países como la India tuvieran más voz en los asuntos globales.
Putin volvió a elogiar las relaciones estratégicas con China y alabó la reciente cumbre de Alaska con Trump, en la que Rusia y Estados Unidos discutieron propuestas para la catastrófica guerra de Ucrania, iniciada por la ocupación reaccionaria de Moscú e instrumentalizada por Washington en nombre de la militarización de Europa por parte de la OTAN. Putin y Xi celebran juntos el desfile militar conmemorativo del 80 aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, acompañados por Kim Jong-un de Corea del Norte y el presidente de Irán, Masoud Pezeshkian.
China, así, diseñó cuidadosamente la reunión para presentarse como la potencia capaz de aglutinar a los disidentes de Washington. Gracias a su creciente poderío en el panorama internacional, su mayor presencia en la vida económica de los países más frágiles y su capacidad para disputar en ellos nichos de explotación laboral y acumulación de capital, China puede utilizar estas buenas relaciones a su favor en asuntos estratégicos de la disputa sino-estadounidense.
En primer lugar, subrayó el fracaso del intento de Trump de abrir una brecha entre Rusia y China. “China está dispuesta a fortalecer los intercambios de alto nivel con Rusia, apoyarse mutuamente en el desarrollo y la revitalización, coordinar posiciones sobre cuestiones que afectan a los intereses centrales y las principales preocupaciones de ambos países en el momento oportuno y promover las relaciones bilaterales para un mayor desarrollo”, afirmó Xi.
Asimismo, demostró a Trump que los países que forman parte de su circuito de defensa estratégica en Asia, como la India, no están completamente comprometidos con el objetivo antichino diseñado por la Casa Blanca. Modi, criticado por Trump por haberse convertido en un importante importador de petróleo ruso (motivo por el que se aplican aranceles del 50 % a sus productos), elogió a Putin y afirmó que la población de la India espera con ansias su visita de Estado a Nueva Delhi en diciembre.
Del mismo modo, Xi aprovechó el escenario para atraer a Turquía, uno de los actores más ambiciosos de la actual situación internacional, con una proyección transcontinental a través de los Balcanes, el Cáucaso, Oriente Medio, Asia Central y el norte de África. Turquía tiene su propio proyecto expansionista en su zona de influencia en Oriente Medio, que se ha intensificado tras la caída de Bashar al-Assad en Siria, país cuyas ruinas y porciones de territorio disputa agresivamente con el Estado colonialista terrorista de Israel.
Es importante destacar que en la cumbre no se dijo ni una palabra sobre el genocidio de los palestinos, entre países que pretenden ser una “alternativa” al orden imperialista que promueve barbaridades como las que vemos en Gaza.
En una situación de decadencia hegemónica de Estados Unidos —y de virtual “ausencia de hegemonías”, desde cierto punto de vista—, estos logros parciales no son desdeñables para el gobierno capitalista de China. La cuestión es que la relativa debilidad de Estados Unidos para imponerse en tableros geopolíticos importantes, como el asiático, confiere a iniciativas como la Organización de Cooperación de Shanghái más fuerza de la que tendría en sí misma. Con reuniones personales con cada uno de los 19 jefes de Estado presentes, Xi Jinping muestra un hiperactivismo diplomático para brindar socios que simplemente no tiene parangón en el lado estadounidense. En un mundo fragmentado y sometido a los choques del proteccionismo económico, tal conducta forma parte de los cálculos de los Estados nacionales más vulnerables a los conflictos entre potencias.
Este es el contenido de lo que Xi denominó Iniciativa de Gobernanza Global, una propuesta de unidad entre los países de Asia por un nuevo modelo de gestión y administración de las relaciones entre los países, fuera de la unipolaridad estadounidense. Sus cinco principios (al gusto de un gobierno que simpatiza con aparecer como protagonista de iniciativas multilaterales) serían: adherirse a la igualdad soberana, respetar el Estado de Derecho internacional, practicar el multilateralismo, defender el enfoque centrado en las personas y concentrarse en acciones concretas. El carácter vago de las definiciones es útil para atraer a una multitud de países con pocos intereses comunes y muchas rivalidades.
Dentro del proyecto, Xi instó a la organización a promover la cooperación abierta en todo el mundo. “Debemos seguir derribando barreras, no levantándolas; debemos buscar la integración, no la separación. Debemos promover una cooperación de alta calidad en el marco de la iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda (Belt and Road Initiative) e impulsar una globalización económica inclusiva y beneficiosa para todos”.
La citada Nueva Ruta de la Seda (BRI) reviste especial interés. En medio de los problemas de sobreproducción interna de China, combinados con la crisis del sector inmobiliario y la desaceleración económica del país, Pekín busca convencer a los países asiáticos para que acepten albergar proyectos de infraestructura de la Ruta de la Seda, una de las principales vías de salida de la capacidad productiva nativa que ya no puede contenerse dentro de sus fronteras. Además, China ha obtenido acceso a recursos naturales y estratégicos (petróleo, gas natural y minerales) de países más frágiles de África, América del Sur y Oriente Medio. Los gasoductos de Asia Central y Rusia, y las importaciones de petróleo de Rusia, Irak, Brasil y Omán, han reducido la dependencia china de Japón, Corea del Sur y Estados Unidos, según el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS). La soja brasileña libera a China de su dependencia de los agricultores estadounidenses, al tiempo que permite al Gobierno chino responder a los aranceles de Trump con represalias comerciales de considerable peso político. Sin embargo, China ha sido criticada por los países que se han adherido a la BRI por el volumen de deuda generada, la dependencia económica y política, los daños medioambientales y la mayor injerencia china en los asuntos internos de las naciones involucradas.
Y aquí es donde resulta importante no perder de vista los límites de las “afinidades selectivas” entre China y sus socios. Pekín tiene problemas de seguridad regional y fronteriza con algunos de los principales miembros de la OCS, empezando por India y Rusia.
La actual relación de seguridad entre China y la India se caracteriza por una combinación de intentos de cooperación y profunda desconfianza, moldeada en gran medida por conflictos históricos y continuas tensiones fronterizas. Ambos países han militarizado fuertemente sus zonas fronterizas y han experimentado múltiples enfrentamientos y escaramuzas en diversos sectores desde entonces. En 2020, el conflicto fronterizo por la región de Arunachal Pradesh, en el Himalaya, se saldó con decenas de soldados muertos, en particular de la India, cuya población protestó en las calles contra el gobierno chino. En 2024 y 2025, China y la India tomaron medidas para reducir las tensiones, incluido un acuerdo fronterizo en octubre de 2024 para gestionar las patrullas y reducir las tensiones, pero el escepticismo mutuo persiste. Las recientes maniobras navales de la India para proyectar su poder en África y la creciente colaboración de China con Pakistán (que tuvo un episodio de conflicto militar con la India en 2025) muestran una competencia estratégica más amplia que va más allá de las cuestiones bilaterales.
Países de la ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático) como Vietnam, Tailandia, Camboya, Laos y Malasia estuvieron presentes y se mantienen cautelosos debido a las disputas marítimas en el Mar de China Meridional. Vietnam y China tienen disputas principalmente sobre territorios marítimos y derechos sobre los recursos de la región, específicamente en lo que respecta a la soberanía sobre islas como las Paracel y las Spratly. La expansiva reivindicación de la “línea de nueve trazos” de China se superpone a la zona económica exclusiva (ZEE) de Vietnam. La creciente presencia militar de China se considera tanto un reajuste estratégico como una fuente de preocupación y desconfianza por parte de los países que se encuentran en una situación de dependencia económica de China.
Incluso con Rusia existen tensiones latentes. Aunque actualmente proyecta relaciones especialmente estrechas con Rusia, China observa con cautela la creciente influencia de Moscú sobre Corea del Norte, un actor estratégico para Pekín en la separación territorial del continente chino frente a las bases militares de Estados Unidos en Corea del Sur y Japón. Para Putin, no es bienvenida la ofensiva diplomática, política y económica de China sobre los países de Asia Central, que durante siglos (tanto durante el régimen imperial como en el período de la URSS) estuvieron bajo la influencia de Rusia. China se ha convertido en el principal socio comercial de países como Kazajistán, Turkmenistán y Kirguistán, además de Tayikistán y Uzbekistán, todos ellos presentes en la OCS. Con Mongolia, China y Rusia mantienen tensiones equilibradas en cuestiones fronterizas, que preocupan a los gobiernos hasta el punto de establecer una reunión trilateral durante la OCS.
En última instancia, problemas similares a los que hemos visto en la expansión de los BRICS son perceptibles en la expansión de la Organización de Cooperación de Shanghái: en buena medida, se trata de un consejo de divergentes, unidos por el espanto ante la política disruptiva y caótica de Trump y Estados Unidos. En el caso de Rusia y China, existe una creciente colaboración estratégica, aunque con tensiones. India se debilita coyunturalmente y se acerca a Pekín en posición de debilidad, después de quemarse los dedos con Trump. Turquía tiene su propio juego en Oriente Medio y desea tener cartas en todas las mesas, desde la OTAN hasta la OCS. Irán, extremadamente debilitado tras los bombardeos de Israel y Estados Unidos, se aferra a sus aliados asiáticos, en especial a China y Rusia, pero como potencia regional en declive. No se puede extraer de ahí un bloque coherente para actuar en todo lo que China desea.
Sin embargo, la mera posibilidad de que se estrechen lazos contradictorios de esta naturaleza es una muestra de las dificultades de Estados Unidos para consolidar a su alrededor aliados sólidos en Asia y en el mundo. Las “debilidades hegemónicas” cuentan. La política de Trump de rechazar alianzas que antes se daban por sentadas está creando un panorama confuso y lleno de peculiaridades, propias de un período de transición. Como señaló Michael Roberts, “el bloque imperialista liderado por Estados Unidos sigue siendo dominante, pero su dominio se está cuestionando como nunca antes”. La dominación no implica hegemonía, y la decadencia de esta favorece nuevos experimentos de construcción por parte de China, que busca elevar su posición en el sistema capitalista de Estados explotadores en el mundo.
Xi Jinping y el gobierno chino forman parte del desorden mundial liderado por Donald Trump y los gobiernos imperialistas occidentales. El recrudecimiento de la competencia internacional entre potencias, la guerra de Ucrania, el genocidio en Palestina, la deriva autoritaria de los regímenes liberales democráticos burgueses, son todos síntomas de fisuras en la arquitectura del inestable equilibrio capitalista. La informalidad del trabajo, la precariedad y la explotación, la opresión de las mujeres y las minorías étnicas, en su versión china, no son una alternativa a la bestialidad estadounidense. La independencia política frente a los modelos capitalistas rivales, entre China y Estados Unidos, es la condición primordial para una lucha decidida contra el imperialismo y sus tendencias destructivas. En este sentido, las próximas batallas en el campo de la lucha de clases serán decisivas.