Ya no rezamos mirando al cielo, sino a una pantalla. Cada me gusta se siente como una pequeña bendición, y el algoritmo, el sistema invisible que decide lo que vemos, lo que ignoramos e incluso lo que deseamos, ha asumido el papel que alguna vez tuvieron los dioses: omnipresente, misterioso y, sobre todo, innegable.

Decimos que las redes “nos conocen”, pero en realidad somos nosotros quienes nos adaptamos a ellas. Cambiamos cómo hablamos, qué mostramos y cuándo publicamos para ser recompensados ​​con atención. El algoritmo se alimenta de este comportamiento; Su templo son los sirvientes, su liturgia son las fechas. En este sentido, somos fieles a una religión sin dogmas, pero con rituales muy precisos: publicar, reaccionar, actualizar.

Lo interesante es que este nuevo Dios no promete salvación, sino relevancia. En la era digital, el cielo se “ve” y el infierno se olvida del feed. Los influencers y las marcas se comportan como sacerdotes modernos, interpretando los caprichos del algoritmo y predicando sus secretos: el momento exacto para subir contenido, el formato que “funciona mejor”, los hashtags que abren las puertas del Edén.

Pero a diferencia de los dioses antiguos, el algoritmo no tiene moral. No distingue entre verdad y mentira, belleza y ruido, empatía y manipulación. Sólo mide la interacción. Si algo genera clics, multiplícalo; De lo contrario, se eliminará del mapa. Y así, gradualmente diseñamos nuestras vidas de tal manera que agraden a una lógica que no entiende el significado sino la permanencia.

Paradójicamente, este dios digital no nos obliga a creer en él: simplemente hace imposible que lo ignoremos. Cuando miras tu teléfono sin saber por qué, cuando repites el gesto de deslizar el dedo aunque ya no lo disfrutes, estás cometiendo un acto de fe. Una fe sin teología, pero con devoción diaria.

Quizás el verdadero desafío de nuestro tiempo no sea desactivar el algoritmo, sino aprender a vivir con él sin adorarlo. Recordar que lo que vemos no es “el mundo”, sino una versión filtrada de lo que el nuevo Dios considera digno de revelarse.

La diferencia entre creer y obedecer en tiempos del pergamino infinito puede ser más sutil de lo que parece.

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