Caquque se despierta todos los días con una neblina lentamente por el pie amazónico del este de Cordillere. El paisaje es magnífico y simultáneamente desafiante. Rumores del río San Pedro, que el río serpentea entre las montañas, la jungla y la herradura, cruzando las historias de aquellos que viven en lo que algunos llaman “periféricos”, pero que el centro de la vida es para nosotros. Allí, donde el camino no siempre llega y donde la señal del teléfono móvil es un lujo que aparece y desaparece como suspiros, las escuelas rivales también parpadearon.

No son tecnologías grandes o completas. Las casas a menudo se adaptan, con techos corroídos, mesas donadas, las viejas tablas y paredes que fueron testigos cada vez más al hacer años de la aprobación de políticas públicas. Sin embargo, son pequeños refugios para niños y jóvenes que necesitan más que saber: necesitan un espacio en el que no los contratan, donde no los afectan, donde no los indican. Las semillas son esperanzas en suelos olvidados.

Y en los corazones de estas escuelas hay maestros. Con su cuaderno debajo de su brazo, sus botas fangosas, la voz por experiencia templada y sus sueños intactos a pesar de todo. Llegamos a la escuela, todos los días, a pie, motocicleta, mula o escalera. A veces tenemos que cruzar el río, esperar a que pase la lluvia o simplemente inventar cómo llegar allí. Aprendemos con lo que tenemos, y muchas veces con lo que no tenemos. Pero lo hacemos, porque creemos en lo que siembra.

Soy Rosemver Osorio Rodríguez, un maestro rural de toda la vida. Aprendo en el camino al este del departamento llamado Norcasia, un lugar donde el conflicto era un visitante permanente, aunque aprendió a disfrazarse con el tiempo. Aquí tuve que explicar la diferencia entre la guerra y la conversación, entre la justicia y la venganza, entre el miedo y la esperanza. No aprendí eso en la universidad. Aprendí cuando vi que mis alumnos estaban asustados, descalzos, manos de barro, cargando realidades muy pesadas en sus diez o catorce años. Niños que ya han visto demasiado. Los jóvenes que tienen que decidir entre estudiar o ayudar en casa, entre aprender a leer o aprender supervivencia.

Uno de los golpes más difíciles que vivimos como personal docente fue la desaparición de nuestra colega Sandra Milena Martínez. Fue a fines de noviembre de 2024. En el municipio de El Paujil. Una mañana salió de su casa y nunca regresó. Desapareció sin rastro. Su nombre comenzó a circular en los chats de los maestros, en los pasillos de las organizaciones sociales, en las reuniones marcadas por el miedo. Nadie sabía nada. Nadie dijo nada. Y ese fue el confrontal: silencio. Silencio que duele más que cualquier noticia. Ese silencio que nos recordó que nuestro trabajo, tanto como valioso, todavía no está protegido, sigue siendo invisible.

Sandra era, así como muchos de nosotros: la compañía, dedicada, convencida de la educación como una forma de transformar la realidad. No tenía escolta ni privilegios. Solo tenía una voz, sus sueños, su compromiso. Fundó la Escuela de Jóvenes Emprendedores rurales, un proyecto que buscaba empoderar a los estudiantes, darles herramientas para permanecer en su área con dignidad. No es hoy. Y aunque duele, hay quienes prefieren no hablar, porque el miedo todavía está en nuestras aulas, nuestras casas, nuestros senderos. Pero ya no quiero callarme. Porque el cierre nos permite continuar eliminándonos.

Dado que el maestro en ruralidad es un puente entre mundos. Debe ser enseñado por la geografía mientras la mina abandonada está empapada en la pista. Es alfabetización sin electricidad, sin acceso a Internet, con un folleto y una gran imaginación. Se ocupa de los niños a medida que sus padres cultivan la tierra, aunque no es extraño que también desaparezcan. Él enseña que sueñas en los territorios en los que el sueño puede ser una antirrebelión. Es para recibir amenazas cuando alguien promueve el pensamiento crítico, cuando habla de los derechos, cuando la escuela se defiende como un territorio de paz.

Hoy, cuando las balas no se callan, y los grupos armados desafían a estos territorios, como un maestro rural que sigue siendo un acto de profundo coraje. No solo porque se lo aprende con un poco, sino porque es educado en su vida. La paz se acumula donde otros cortan el miedo. La esperanza está escrita sobre la tierra de disparos para abandonar el estado. Porque en cada esquina donde los maestros rurales se resisten, hay una semilla para un país que todavía quiere florecer, a pesar de olvidar.

No tenemos protección. No hay rutas seguras ni protocolos efectivos. Las instituciones generalmente llegan tarde, cuando llegan. A veces sentimos que somos los únicos que creen que vale la pena. Aún así, aquí continuamos aquí. Porque cada carta ha aprendido, cada niña, un niño o un joven que sueña con un ingeniero, un médico, un psicólogo, con dignidad y cada madre que cree que su hijo tiene el futuro, nos sostiene. Es esa fe la que nos levantaba todos los días.

Por eso estoy escribiendo. Porque no quiero eliminar el nombre de Sandrich. Porque no quiero que nuestras vidas continúen perdiendo en la montaña sin que el país deje de buscar un momento. Porque la educación en estos territorios no debería ser un acto heroico, sino garantizar el derecho. Porque detrás de cada maestro hay una historia de entrega, una historia de amor para otro, para el país, para la posibilidad de una mañana diferente.

Ser maestro en ruralidad no es solo un acto de vocación, es un acto de resistencia. Cada encuentro con los estudiantes, cada cuaderno se distribuye, cada clase debajo del árbol, es culpa de la dignidad ante el país que a menudo cambiaba el campo. Sandra Milena Martínez, así como muchos otros maestros rurales, era madre, psicóloga, enfermera, asesora, líder social. Y esa entrega, tan humana, también hace blanca. No debería ser así. No puede quedarse así.

Desde entonces, no caminamos de su desaparición solo. Seguimos el miedo a no volver. Estamos acompañados por la ira de ver cómo la institucionalidad está en silencio, ya que todo es necesario, pero estamos garantizados muy poco. Y sin embargo continuamos. Por detrás de cada niño que enseña a escribir su nombre y su proyecto de vida, hay una historia que vale la pena defensa. Porque sabemos que la educación transformadora es la única forma real de desarrollar la paz en los territorios cruzados por la violencia.

El autor Sandri, por los desaparecidos, amenazados, por quien tuvo que escapar, para aquellos que todavía sueñan con el regreso: esa educación deja de ser un privilegio de ruralidad y se convierte en un pilar de la verdadera paz. Esta enseñanza no es una pena de muerte, sino un acto reconocido, cauteloso, protegido. Para ser un maestro rural rural para que deje de ser una prueba de incendio, conviértete en un orgullo que debería ser.

Y porque, a pesar del miedo, muchas personas todavía creen que las clases en medio del conflicto no son un acto de locura, sino una humanidad profunda. La humanidad que, con suerte, algún día, el país decidirá abrazar.

* Maestro. Institución de educación rural José Antonio Galán, Florencia – Caquetá.

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