Nadie nos dijo que la sociedad disciplinaria imponía normas, actuaciones y explotación, haciéndonos sentir responsables del fracaso o del progreso, obligándonos a superar nuestros límites, obligándonos a renunciar a la vida, a la contemplación, a los momentos de felicidad y pensamiento o a los recuerdos que caben en el ocio, en el otro y en los otros.

Nunca se nos advirtió que la autoexigencia y el agotamiento se convertirían en el sello distintivo de una era en la que el descanso conlleva la sombra de la culpa y en la que la obediencia se disfraza de autodeterminación. Tampoco nos enseñaron a escuchar, con un café, un mate o un cigarrillo, las confesiones silenciosas de quienes se sienten abrumados por la rutina, atrapados entre el futuro que los atormenta y el pasado que no los deja ir. Hoy en día, frases como “no puedo más”, “me tiembla el cuerpo” o “no sé por dónde empezar” se han convertido en un saludo diario de un regalo que nos supera.

La dinámica acelerada en la que se desarrolla la vida cotidiana hace difícil reconocer que la fatiga ya no es sólo una sensación individual; Se ha convertido en una expresión de cómo funcionan las estructuras de poder. Lo que parece un simple desgaste personal se convierte, en realidad, en una condición producida y mantenida por los sistemas que regulan los ritmos, demandas y disponibilidad del cuerpo; Según este supuesto, el agotamiento no se instrumentaliza simplemente para respaldar modelos que priorizan la eficiencia sobre el bienestar.

Ahora el cansancio colectivo, actuando como forma de dominación, se convierte en una dictadura silenciosa, se vuelve invisible pero aceptable; Cuando una sociedad entera está agotada, se olvida de pensar, promover, movilizar y discernir, limitando la acción, haciendo que la falta de resistencia parezca cansancio en lugar de opresión.

Con cada amanecer, el cuerpo se doblega ante la inercia de una rutina que absorbe la vida sin darnos espacio para asentarnos del todo. En medio de este ritmo impuesto, la capacidad de reconocernos a nosotros mismos y recuperar las fuerzas para estar presentes en nuestro propio futuro se diluye. El tiempo, transformado en calendario que organiza y condiciona, actúa como un dispositivo que clasifica nuestras horas, oculta nuestros deseos y limita nuestros movimientos. Entre las obligaciones que se acumulan y las obligaciones que nos fragmentan, nos quedamos solos. Así, la fatiga existencial aparece como una fuerza que comprime y oscurece la memoria de lo esencial, imponiendo un mecanismo de control silencioso que nos hace olvidar lo que nos sostiene y moviliza.

En una sociedad que exalta la productividad como el único camino legítimo, detenerse se ha convertido en un acto dudoso, casi una afrenta al orden establecido. Sin embargo, es precisamente en esos momentos de silencio donde aparece la claridad necesaria para comprender lo que nos atraviesa y lo que nos supera. La posibilidad de suspender el ritmo impuesto abre las grietas por donde entra la reflexión, permitiéndonos imaginar otras formas de ser. Por tanto, restaurar un espacio de paz no es un lujo: es una forma de resistencia contra un sistema que teme a quienes tienen tiempo para cuestionar.

Compartir: