El venezolano Ángel Antonio González se encuentra aún sumido en una profunda tragedia personal tras la pérdida de su padre, Rafael González, quien fue víctima del terrorismo llevado a cabo por disidentes de la FARC. La trágica muerte de su padre ocurrió en Jamundí, después de que una explosión causada por una motocicleta bomba, el 12 de junio de 2024, lo dejara con fracturas y quemaduras severas. Tras el incidente, una infección provocada por una bacteria afectó gravemente sus extremidades. Desafortunadamente, esto llevó a que tuvieran que amputarle el brazo derecho. Rafael estuvo en la clínica durante 13 días, pero a pesar de los esfuerzos médicos, la infección y las heridas resultaron ser demasiado graves y resultaron en su fallecimiento.
Ángel y su padre, ambos originarios de Venezuela, habían tomado la difícil decisión de emprender un extenso viaje hace poco más de un año desde su patria. Este viaje los llevó a cruzar Colombia de lado a lado, buscando un lugar donde pudieran tener la oportunidad de trabajar y sobrevivir. Sin embargo, su llegada a Jamundí no les permitió encontrar empleo, lo que los llevó a enfrentar la dura realidad de no poder pagar un alquiler. Durante su travesía, caminaron largas distancias, enfrentándose a numerosas adversidades y peligros.
En el Valle del Cauca, se estima que actualmente residen más de 300,000 migrantes, de los cuales aproximadamente 160,000 están en situación de vulnerabilidad. Según el Ministerio de Bienestar Social, el año pasado se emitieron más de 131,000 permisos de protección temporal durante un período de diez años, lo que refleja la crítica situación que viven muchos de estos inmigrantes.
La situación de Ángel es representativa de la lucha diaria que enfrentan muchos en Colombia. Con una vida marcada por las dificultades, muchos se ven obligados a buscar formas de sobrevivir. En el caso de su padre, Rafael, quien dejó atrás a otros dos niños en Venezuela, no tuvo más remedio que vender dulces en las calles. A menudo, sus ganancias eran mínimas, incluso menos de 5,000 pesos al día, y parte de su escaso ingreso se destinaba a pagar el “derecho” de estar en la zona como vendedor informal.
“Es tiempo de pedirle a la gente que comprenda nuestra situación como venezolanos”, exclama Ángel Antonio con gran pesar.
El último día de Rafael, conocido en la comunidad como Don Rafael, estaba asignado a cuidar automóviles estacionados cerca de dos bancos. Cuando no se dedicaba a vender dulces, él ayudaba a los negocios locales o recogía material reciclable en la calle. Sin embargo, su vida cambió drásticamente una mañana, alrededor de las siete, cuando ocurrió la explosión que acabó con su vida. El impacto fue devastador, y se puede ver cómo cayó al suelo en una grabación de seguridad improvisada.
“No merecía morir así. Era un hombre que solo quería trabajar dignamente”, continúa Ángel Antonio con la voz cargada de dolor. Desde la muerte de su padre, su vida se ha vuelto aún más compleja. Actualmente, se esfuerza por encontrar medios para ganarse la vida, enfrentándose a constantes incertidumbres y aceptando cualquier trabajo que se le presente, sin importar la duración o el escaso pago. “Tengo que sobrevivir”, admite con una resignación palpable.
Carolina Boorquez
Corresponsal en absoluto