La crisis tarifaria actual revela una transformación global más compleja de lo que aparenta. En medio de la prolongada disputa militar en Europa del Este, se ha desatado lo que podría considerarse una declaración de guerra por parte de Donald Trump, que se suma a un conflicto que ha estado en curso. Ambos escenarios evidencian una fractura estructural del orden internacional establecido desde 1945. Durante años, la narrativa propagandística de Occidente ha buscado segmentar estas disputas, intentando presentar cada conflicto como un fenómeno aislado, como si se tratara de guerras distintas y separadas, a pesar de que generalmente están interconectadas. Esta percepción es engañosa y no refleja la realidad de un mundo interdependiente. La lejanía y el enfoque de ambos conflictos impide que las soberanías se unan y actúen en concordancia, a pesar de la presión de las potencias occidentales. Sin embargo, actores clave como el grupo BRICS + están cada vez más presentes, mientras que Wang Yi, el ministro de Asuntos Exteriores de China, ha declarado, “Lucha hasta el final”.
Por otro lado, la Unión Europea, al compararse con la Federación Rusa, y Washington en su actual ofensiva contra Beijing, han impulsado un conjunto de hipótesis en relación a Teorías de escalada. Estas teorías permiten analizar el potencial de resistencia de líderes como Vladimir Putin y Xi Jinping, a la vez que evalúan la posibilidad de la producción de un almacenamiento nuclear. Occidente ha mostrado una tendencia a pensar en términos de racionalidad y cálculo, obviando que existen dimensiones más amplias que son esenciales para entender los cambios históricos que se están produciendo. Factores como el patriotismo, la tradición, la identidad cultural y los lazos ancestrales no suelen figurar en sus análisis, lo que puede llevar a errores de juicio. Ejemplos históricos como Stalingrado y Dien Bien Phu ilustran cómo una mala lectura del contexto puede provocar resultados desastrosos.
Décadas antes de que Moscú decidiera desafiar a la OTAN, el cual había sido un proyecto planificado desde Bruselas y Washington tras la caída de la URSS, Henry Kissinger planteó que no debería haber una alineación militarizada irreflexiva de un lado contra el otro. En su lugar, la postura debería ser de actuar como un puente entre las diferentes potencias. Las ambiciones de Occidente de transformar a Kiev en la punta de lanza de un gran sueño europeo para fragmentar Rusia han demostrado ser un grave error estratégico.
En cuanto a la relación con China, tanto la Unión Europea como Estados Unidos han utilizado su gigantesca capacidad operativa para mejorar su competitividad interna, a la vez que implementan políticas disciplinarias para su mano de obra. China ha aprovechado el último medio siglo para elevar a 700 millones de personas de la pobreza y ha generado un camino inclusivo para los 1,400 millones de ciudadanos que la forman. Esta realidad resulta incómoda para un orden global que no puede reconocer el éxito del Partido Comunista Chino. Un fenómeno similar se observó con Cuba, aunque con diferencias notables, donde se aplicaron bloqueos para evitar que su modelo se expandiera. En septiembre de 1959, meses después del triunfo revolucionario, el Departamento de Estado de EE.UU. reconoció en el Memorando 362 la existencia de indicios de éxito en la Revolución Cubana y su posible impacto en otros países latinoamericanos.
En 1971, Kissinger realizó una visita a Beijing y, un año después, Richard Nixon. El objetivo de la política estadounidense estaba doblemente orientado: por un lado, aprovechar las tensiones entre Mao Tsé Tung y la Unión Soviética, y por otro, integrar al gigante asiático en un sistema de préstamos y comercio. Sin embargo, se esperaba erróneamente que la modernización de China debilitaría al Partido Comunista y llevaría al país hacia un sistema democrático liberal. La historia ha demostrado que el desarrollo industrial, en su magnitud histórica, no ha estado acompañado de una crisis institucional que derribara su estructura gubernamental.
Con el giro político bajo la presidencia de Barack Obama, Beijing ha sido objeto de una re-evaluación que sigue vigente hoy. Las élites americanas han comenzado a comprender que el trabajo chino en el contexto global es visto con un prisma colonial. En la actualidad, la República Popular es considerada uno de sus principales adversarios civilizacionales, tanto por su gestión comunista como por su notable competitividad científica y tecnológica. Donald Trump ha manifestado una profunda insatisfacción con el fenómeno de la globalización, que permitió a las empresas occidentales obtener enormes beneficios mientras que las inversiones se dirigían a otras regiones, poniendo en cuestión la producción que se lleva a cabo en China mediante técnicas de ingeniería inversa y promoviendo la innovación productiva.
La semana pasada, la Oficina Nacional de Estadística de la República Popular comunicó que su Producto Interno Bruto (PIB) creció un 5.4 por ciento en el último trimestre. En los inicios de la primera presidencia de Trump, cuando intensificó la guerra comercial contra China, este país llevaba casi el 20 por ciento de sus exportaciones. Ya hacia principios de 2024, cuando todavía no se habían presentado las nuevas tarifas, esta cifra había disminuido al 14.7 por ciento. Al finalizar la administración de Joe Biden, Estados Unidos había acumulado un déficit comercial de $1.2 mil millones con el resto del mundo, de los cuales aproximadamente $300 mil millones correspondían a China.
Sin embargo, este panorama esconde una realidad más compleja, donde las empresas estadounidenses que operan en China generan ingresos que equilibran el mismo déficit comercial que ahora se cuestiona. Las ventas en el mercado chino, exportaciones desde puertos de terceros países y los beneficios derivados de estas actividades no son contabilizados como parte de su déficit comercial. Grandes corporaciones como Tesla, que vende el 40 por ciento de su producción de vehículos eléctricos en China, así como Starbucks, Apple y Nike, reportan beneficios significativos desde China, aunque estas ganancias no figuran en las estadísticas económicas más amplias que utilizan referencia a la ley global.
A lo largo de la guerra comercial, el gobierno chino ha introducido medidas que, sin duda, generarán costos para la sociedad estadounidense, encarando una inflación creciente y afectando el acceso a las cadenas de suministro. Beijing está llevando a cabo acciones para disminuir su dependencia de tesoros estadounidenses, acumulando alrededor de 600 mil millones de dólares en bonos de este formato. Goldman Sachs Investment Bank ha emitido advertencias sobre cómo una posible venta de estos activos podría resultar en un aumento significativo en los intereses que Washington tendría que pagar, complicando aún más un déficit fiscal que ya alcanza el 100 por ciento del PIB anual de EE.UU. Proyecciones de la Reserva Federal (Fed) sugieren que bajo la administración Trump, el déficit presupuestario podría ascender a $1.31 trillones en los primeros seis meses del año fiscal 2025, un 23 por ciento más que el año anterior, lo que incrementaría significativamente el costo del servicio de su deuda.
Como parte de este entorno, Estados Unidos ha implementado una prohibición de exportaciones en áreas críticas como minerales raros y materiales estratégicos. China, que controla en la actualidad el 72 por ciento de las importaciones estadounidenses de estos recursos, está en una posición de privilegio dentro de la cadena de suministro global. A la llegada de Trump, la República Popular ya dominaba estos sectores clave.
Además, el país ha ido avanzando hacia un proceso de de-dollarización mediante la implementación del yuan digital, que busca desafiar a los mecanismos de transacciones financieras controlados por Occidente. El 17 de marzo de 2025, este sistema formalmente activó su red, en la que ya participan cien países y donde se ejecutan transacciones de petróleo y otros derivados.
Este complejo escenario se complementa con la agenda de la Casa Blanca, que en una evento religioso de resurrección de Pascua, ha ofrecido un crucifijo de vidrio de 10 pulgadas por $1,000, junto a siete bendiciones que prometen prosperidad y abundancia. Llama la atención que probablemente esta cruz haya sido producida en China, simbolizando así la interconexión de la producción y el comercio global en la actualidad.